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María Ruth Mosquera @sherowiya

La Peña, estación final en la ruta del reencuentro


En la plaza de llegada, una caravana de chivos avanza a paso sincronizado; hay gallinas deambulando sin prisa mientras cacarean una melodía ininteligible y sosegada, varios perros duermen a la sombra de los árboles que se yerguen en armonía con las casas rojas, marrón, azules… de ladrillo -con y sin revoque- o de bahareque, que se antojan diminutas ante la inmensidad del campo de grama y tierra desértica que sirve de terraza común, en un paisaje bucólico enmarcado por las montañas de la Sierra Nevada, de donde la brisa trae melodías cercanas de las Turcutú, que siguen desempeñando su rol milenario de amenizar la existencia allí.


Es casi mediodía y el pueblo entero se impregna de un olor sabroso, salido de las cocinas; es el aroma de las tradiciones, de la gastronomía auténtica, de los usos y costumbres de personas que viven en común unidad, emparentados por los genes y por el afecto. Por la cerca que divide los patios, Yamile Cataño le pasa un plato con patilla recién cortada a una visita que hay en casa de su sobrina Yoleida, maestra del pueblo. Es una escena que se replica de casa en casa.


Los de ahí son días de puertas abiertas, sin sobresalto, con saludos, abrazos y juegos de tute y dominó, de encuentros comunales que bien pueden tener lugar en la gallera o en algún estadero de confianza como ‘Isabel Martínez’, ‘Casa ‘e tabla’ o ‘Peo Hediondo’.


Es La Peña una aldea de más de doscientos años, de gente cordial, hospitalaria que bien podría ser escogida como ejemplo de identidad y apropiación territorial, que se ha mantenido imperturbable ante los embates de la modernidad y del tiempo, así como de manifestaciones de guerra que también pasó por ese, otro lugar equivocado para conflictos. Una tierra bendita, mágica, encanto de todos los mortales que han tenido la dicha de nacer allí, a juzgar no sólo por el brillo en sus ojos cuando hablan de su pueblo, sino por el significativo hecho de siempre querer volver.


Ahí volvió Kike Mendoza, un hombre nacido y criado en ese lugar del cielo más bajito, quien un día se fue lejos, en busca de nuevos horizontes y no resistió los aguijones de la nostalgia. “Mientras estaba lejos le decía a mi esposa que si me llegaba a morir me trajera a enterrar a La Peña”. Era una añoranza constante, hasta que un día reflexionó que muerto no le serviría de nada a su pueblo y se devolvió apurado por el deseo apremiante de servirle a los suyos, tal como lo está haciendo hoy desde su rol de presidente de Junta de Acción Comunal.


Ahí –cautivo de bellos recuerdos- volverá este fin de semana Adrián Villamizar Zapata, para abrazar a todos con sus sentimientos y recibir un homenaje que le hacen en el Festival de la Patilla, fruta histórica para este lugar que él ha definido como el final de la Ruta del reencuentro, nombre que lleva una poesía cantada para este lugar; al que se refiere como “el pueblo de mis alegrías”, situado “al final del corredor más bello del mundo. Se trata de un vallecito de 19 kilómetros de largo, con cuatro en su parte más ancha, que va de sur a nororiente, formado por las primeras estribaciones de la Sierra por el Este que van entre Badillo y La Peña y por la mole maciza sin soluciones de continuidad de La Sierra Nevada por el Oeste; por el sur su inicio es en Patillal y hacia el Nororiente, La Peña; pasando por Carrizal, Curazao y La Junta”. Hoy, La Ruta del Reencuentro es el himno del certamen: “En la ruta del reencuentro hay un camino que añoro/allí nunca estaré solo porque están los que yo quiero / en medio de la provincia, entre lomas y sabanas / entre cardón y patilla hay un pueblo que me llama”.


El llamado es anualmente atendido por los paisanos, los visitantes repitentes o los que llegan atraídos por experiencias vividas por otros, que les han contado sobre las emblemáticas peñas, como la de la casa vieja y la de los platos, que bordean el río San Francisco y que se convirtieron en homenaje perpetuo en el nombre de ese lugar; de la experiencia inenarrable de tomar un baño en El Salto; de lo agradables que son las aguas del rio San Francisco, de los caminitos de barro enmarcados en cardones y bosque nativo, de los cultivos de patilla que se extienden por la zona y que hacen pensar en huevos prehistóricos puestos de manera asimétrica sobre el césped.


El viernes empieza este festival que termina el lunes bien entrada la noche. El epicentro es la plaza Joaquín Darío Cataño, nombre de un político influyente de la región que murió joven; hasta ahí llegarán las personas a disfrutar las actividades folclóricas, las patillas más grandes que compiten por el título de la mejor; las artesanías y los concursos de canción inédita y piqueria que tendrán lugar en la Plaza Claudio Mendoza, donde tendrá lugar un episodio del más comelón de patilla. Gozarán los afectos a las riñas de gallo y a las carreras de caballo y en general todo aquel que entiende el deleite colectivo que producen las fiestas de un pueblo.


El lunes al alba, terminada la fiesta, los visitantes se irán, entendiendo bien el dicho aquel: “Quien visita La Peña tiene la dicha de volver”. Para los peñeros será más duro irse, en el momento ese cuando en el corazón no les cabe un recuerdo más, de las picardías de infancia, de los momentos del pasado que toman forma siempre en el presente.


Prometerán regresar, sin duda, a este, uno de los diez corregimientos de San Juan del Cesar, en la Guajira; de mil quinientos habitantes (aproximadamente), de historia ganadera y agricultora, que le refresca la vida; pueblo que nutre el ser de Wilmer Daza, Juan Félix Mendoza, Alberto Corzo, Hernando Cataño, Rafa Maestre, Claudio Cataño; que aún ve morir de viejos a sus hijos, como Antonio Joaquín Cataño y Luis Alberto Mendoza, quienes partieron hace poco con cien años de historia a cuestas; es el pueblo que guarda las raíces de comunicadores como Juan Cataño Iguarán, Luis Mendoza, Edgardo Mendoza, actores como John Bolívar, humoristas como Toba Mendoza; la comarca de infancia del gran Diomedes Díaz… Es la estación final en la ruta del reencuentro.


Y en la ruta del reencuentro hay un camino que añoro, allí nunca estaré solo porque están los que yo quiero, hay en la orilla del rio una ceiba inolvidable, porque allí grabo mi madre un día su nombre y el mío”: La ruta del reencuentro.

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