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  • Aldayr Ortega

Evolución de la violencia en Tamalameque (Parte Dos)


Imagen de referencia, cementerio de Tamalameque.

Al terminar la viuda de pescado, mi padre y sus compadres siguieron dialogando, mientras se mecían en sendos mecedores debajo de la sombra de un frondoso árbol de mango y disfrutaban de una fría agua de panela, en medio de la tertulia. Yo no perdía detalle mientras tiraba un balón contra la tapia que dividía mi casa del patio del tío Humberto; entonces fue cuando seguí enterándome los detalles de la toma guerrillera.


Uno de los contertulios le respondió la pregunta que hizo mi madre y dijo: “Preguntaban por El profesor Pino y por el Alcalde”

“¿Quién preguntaba?” inquirió mi madre,

“Comadre la Guerrilla”

“¿Sí, pero quién de ellos?”.


El amigo de mi padre explicó que era un combatiente con rango, que el tipo nunca se quitó el pasa-montaña, que penetró por una de las puertas del Rey de los Bares, donde estaban los únicos mortales del pueblo que a esa hora estaban en la calle. “El hombre llegó con sus botas pantaneras taconeando el roído piso del billar, con uniforme militar y preguntó en tono alto: ¿Quién es Roberto?, y ante la mirada acusadora de todos los lugareños, éste no tuvo más remedio que levantarse de la silla y presentarse”. La guerrilla lo buscaba para que indicará dónde vivían el profesor Pino y el Alcalde.


“¿Acá nunca llegaron?”, contestó mi padre; entonces de labio de otros de los amigos pude enterarme que no llegaron a mi casa porque en ese instante había un guerrillero herido y por la radio el comandante guerrillero ordenó que se devolviera, que había uno de los suyos herido, que buscara al médico; entonces se devolvieron para él billar y capturaron al médico Carlos, quien se llevó a otros amigos, entre ellos al tío Humberto, para que lo acompañaran a atender el herido.


La sorpresa fue que el guerrillero estaba muerto. En medio de la zozobra, otro guerrillero llamó por radio, uno que megafoneaba diciendo llamarse ‘la Mosca’: “Soy La Mosca. Hay que despejar la zona. Se metió la chusma”. En ese instante la guerrilla corrió por la vía de Puerto Bocas, no sin antes dejar en poder del doctor Carlos cien mil pesos para el sepelio. Uno de los compadres de mi padre que había permanecido callado balbuceo: “el comandante dijo: tome esta plata para el sepelio; yo veré que lo sepulten como un cristiano”. Yo seguía golpeando la pelota contra la tapia, pero siempre pendiente a la conversación; así supe que cuando la guerrilla se fue, los amigos del doctor Carlos y el tío Humberto iban al campo santo con el cadáver metido en un cajón comprado donde Rafael Rodríguez (El Carpintero), se escucho de nuevo una ráfaga de disparos. Al poco rato estaban rodeados de militares. Era el ejercito que se había tomado el pueblo, entonces comenzaron las amenazas y las discusiones; el cura, que venía de la vía de cementerio, fue tirado al suelo y azotado; el mayor del ejército no atendía ante el llamado de la gente que identificaba al padre Germán como sacerdote de Tamalameque. “La ‘pataera’ paró luego del grito de una de las apostoladas que se atravesó entre el cura y los soldados”, expresó uno de los contertulios.


Escuché que el sacerdote se levantó como pudo; al parecer huyó al cementerio por miedo de las ráfagas cuando comenzó la toma guerrillera. De la carrera dejó la sotana, por eso los soldados no lo reconocieron. Luego de muchas discusiones y culatazos, el mayor del Ejército accedió al pedido del doctor Carlos: “si no me deja sepultarlo, me matan”; entonces se procedió al entierro del guerrillero a las buenas seis de la mañana.


Durante un mes, el Ejército cuidó el pueblo y en especial el cementerio. Mi abuela siempre decía: “ese muerto ellos se lo llevan, ellos no dejan caído en tierra ajena”. Mis compañeros de estudios comentaban que en la tumba del guerrillero había un letrero que decía: “Aquí yace un perro”.


Al mes de estar cuidado el cementerio y mientras yo soltaba las campanas llamando a misa, desde el campanario observé la revuelta; en el cementerio había un revoluto de gente, de policías y soldados; al rato los acólitos de la iglesia nos fuimos para el cementerio y ahí entendí que mi abuela tenia razón, pues la vieja Ventura decía con voz de burla: “la guerrilla se llevó a su muerto y el Ejército no se dio cuenta”.

Esta historia continuara

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