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  • Aldayr Ortega

República independiente


Imagen de referencia. Cortesía.

"El pueblo se putió compadre. Aquí las cosas no son como usted las dejó. Ahora sí es verdad que este pueblo se llenó de muertos". Estas fueron las palabras con la que Anastasio comenzó a contarme aquella tarde la historia del comandante. "Todo comenzó a mediados de la década de los noventa, cuando ellos entraron al sur del departamento del Cesar. La recuperación de las tierras de la hacienda Bella Cruz fue el detonante para que la plaga de la violencia llegara a nuestras tierras".

Mientras saboreaba el agua panela que maraqueaba en un vaso de vidrio y se balanceaba en una mecedora Momposina, me seguía contando: "Allá la cosa comenzó más temprano, compa. A nosotros nos llegó la noticia con la muerte de un parcelero de Palestina y, pues, la gente, usted sabe cómo es el cuento aquí con la lengua callejera; bueno, la gente decía a voz despacio que habían sido por órdenes del comandante. A los pocos días se escucharon los tiros acá en el propio pueblo; mataban los burros, los perros, las vacas y los cerdos que se encontraban en las calles. Eso fue triste compa, uno no era dueño ni de sus cosas".


En este punto, la voz de mi compadre comenzaba a quebrarse por el dolor del relato, entonces me reincorporé en mi mecedora y dije: “¡Que barbaridad!”. Cuando escuchó la palabra, me miró a los ojos y me dijo: "¿Barbaridad?, barbaridad lo que ocurrió después. Mire compa, mataron al hijo de la que vende panochas; al pobre lo sacaron de su casa, delante de toda su familia, lo amarraron a una camioneta a la que posteriormente llamaron la última lágrima. El día siguiente lo encontraron en La Mata, con señales de tortura por todo el cuerpo. Los muertos han sido muchos. Podría llevarme el resto de la vida contándole cómo mataron a cada uno. Mire, al Sordo lo mataron por homosexual, dos tiros en la cabeza y lo dejaron tirado como un perro en el monte. Mataron a los robadores de gallina y hasta a los que les debían a los prestamistas. A los carros de la verdura, de la cerveza, de gaseosa, de los víveres; todos los carros de comerciantes que entraban al pueblo debían dejar el 20 por ciento de la venta que hicieran.


Allá en la entrada siempre había diez de ellos pendiente de quitarle la plata a quien entrara al pueblo". La comadre Techi nos interrumpió mientras llenaba nuestros vasos de esa agua de panela, rebosantes de hielo picado, lo que sopesaba el abrumador calor de Tamalameque a las tres de la tarde. Mi comadre miró al cielo, se frotó las manos sobre la cara y comentó: " Al hijo del exalcalde lo montaron en una moto y lo pasaron por todo el pueblo. Lo sacaron del pueblo y le dieron tres tiros por la espalda y lo dejaron tirado en el portón rojo". En ese momento lo interrumpí: “bueno compadre, y a todas estas, ¿dónde estaba la Policía y el Ejército?. Anastacio me miró a los ojos y sonrió, como sintiendo làstima por mi inocencia. Entonces lo noté alterado: "¿Qué Policía, qué Ejercito, ni qué mierda?, si ellos son la misma vaina, ¿quién sabe quién será peor, si este criminal que se esconde detrás de un alias, o la Policía y el Ejército que los protege. Eso no sirve compadre; todos están comprados.


Mi compadre prosiguió su historia: “Mire compa, al cachaco de la carne lo mataron en el matadero municipal, mientras sacrificaba una res. Lo mataron delante de todos. Sonaron los disparos y cuando se iban, les dijeron a los otros matarifes: “ahí dejamos a ese perro”. Anastasio hizo una pausa, mientras tomaba otro sorbo de agua panela; entonces dijo: “Lo más jodido compa, es que los paramilitares mataban a los cuatreros, porque según ellos estaban para defender la producción agropecuaria, pero mire cómo es la vaina; al viejo Pablo, dueño de la Hacienda San Isidro, lo desplazaron y el comandante se quedó con el ganado y las tierras, ¿cómo la ve? El señor era aficionado a los gallos, por eso en el corregimiento de Brisas, a cinco minutos de la finca donde tenía el campamento, construyó una gallera inmensa de dos pisos y con aire integral. Usted conoce ese caserío, compadre, y se puede imaginar esa construcción; vea, eso es una gallera con pueblo, no un pueblo con gallera.


A esa gallera llegan apostadores de todos lados, en su mayoría comandantes de otras zonas, cantantes de música vallenata y ganaderos auspiciadores de los ‘paras’. Compadre, ese comandante es tan sanguinario que un día, en tragos y drogados, jugando gallos, el gallo de Omega perdió una pelea con el de un campesino de la región y antes que el campesino tomara el gallo vencedor, el comandante mató el gallo y se negó a pagar la apuesta. Otro día perdió contra el gallo de otro comandante y ante su impotencia, mató al que levanto el gallo ganador; cuando le pasó la rasca no se acordaba del hecho y al enterarse se volvió loco y casi mata a un escolta. Resulta que al que mató la noche anterior en la gallera era su propio cuñado”.


Todo esto lo decía mi compadre Anastasio con dolor y tristeza. Ya para ese momento habíamos consumido dos jaras de agua panela, entonces me miró a los ojos nuevamente, mostró sus dientes desgastados yentre carcajadas y lágrimas me dijo: “¿sabe qué compadre, Dios no castiga ni con palos ni rejo y como dice la canción de Ruben Blades, el que a hierro mata a hierro muere”. No fuimos los tamalamequeros los que matamos a ese miserable. Fueron los mismos paracos los que lo mataron en una finca de Copacabana, Antioquia.

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