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  • María Ruth Mosquera @sherowiya

Rosa, heredera de un legado de cantadoras


El visitante caminaba por una calle corriente de El Paso, Cesar, y escuchó a lo lejos una voz alegre que cantaba un género de antaño, de esos que poco escucha en las estaciones de radio comerciales. Era la voz de una mujer que con su canto hablaba de usanzas de sus abuelos, de ruedas de tambora, de amanecida bailando, de discordias que tramitaban a punta de versos. “Cantando, cantando, yo voy cantando en los pueblos/recordando las costumbres que dejaron los abuelos/ay era un baile bonito que todos se divertían/con botella en la cabeza que jamás se les caía/ay lelee ay lelaa/cantaban toda la noche y bailaban si descansar”.


Mauricio no pudo evitar seguir esos versos convocantes de la mujer que por algún motivo que no quiso preguntarse le llenaban de regocijo y confianza el corazón y lo hacía sonreír. Pronto estuvo frente a una casa llena de colores alegres: rojos, verdes, amarillos; vocecitas y risas infantiles reemplazaron el canto de la mujer que salió sonriente, ante la presencia embelesada del viajero.


“Mi nombre es Rosa Emilia Hernández Ospino”, se presentó la dueña de la voz atrayente, ante el interés del visitante por conocerla. Ella pertenece a las nuevas generaciones de cantadoras, compositoras y bailadoras, de aquellas que al prender el radio escuchan otros géneros más urbanos, contemporáneos, juveniles, pero que los sonidos de ser interno dominan y expresan la información genética que las constituye y la obligan a cantar, enriqueciendo el acervo cultural de su pueblo: El Paso, Cesar, a donde el espíritu de investigador cultural había llevado a Mauricio.


El joven viajero sabía que El Paso, o San Antonio del Paso del Adelantado, es un municipio de casi cinco siglos, enclavado en el centro occidente del Cesar, dotado de una historia única, patria chica de emblemáticos personajes en la tradición oral y escrita de un departamento de confluencias étnicas y una diversidad cultural que expresa a través de lo religioso, las costumbres, las formas de relacionamiento, el elemento natural, el folclor. Sabía sobre Alejandro Durán y sus dinastía, entre la que se cuenta el nombre de Juana Díaz, su madre, icónica cantadora de tambora, como muchas otras mujeres, cuyos nombres conoció esa tarde en casa de Rosa Elvira.


“Aquí anteriormente estaba Juana Díaz, Catalina Peinado, Antonia Silva, Emelina Blanco, Teodomira Silva, muchas mujeres cantadoras y bailadoras, y unos señores como Luis Martínez que tocaba la caja, Cristiano tocaba el alegre, entonces de pronto de familia y del entorno influyen”, explicó la mujer, enfatizando que el lugar de crianza es determinante en la formación del carácter y el arte de las personas. “Aquí antes cantaban mucha tambora. Yo soy nieta de cantadora; tenía cerca a Catalina Peinado, cantadora bacana, sin escuela, sin talleres como ahora, y esas señoras amanecían cantando. Desde lejos uno las escuchaba”.


“Desde lejos”, así como el viajero la había escuchado a ella, que es la herencia viva de todas las que han pasado, han cantado y se han ido, dejando a mundo sus legados, entregando a las nuevas generaciones la responsabilidad de no dejar morir la tradición.


Rosa es una mujer a la que le brillan los ojos cuando habla de las costumbres de los pueblos, del suyo y de otros como Chiriguaná, donde vive ‘Leo’, una cantadora añeja a la que ya el aire ya no le ayuda para hinchar sus pulmones y elevar su voz; Chiriguaná, tierra de la inmortal Bartola Herrera… “La gente se iba a lavar a la orilla del río, el caño o las pozas que se hacían cuando llovía y entre las compañeras, cuando se ponían a pilar maíz, en todo lo que hacían ahí estaban los cantos de tambora”.


El de Rosa es un relato oral untado de nostalgia, porque desea que su música, esa que la identifica con su territorio y sus ancestros, pudiera tener la fuerza que tienen otros géneros, por ejemplo el vallenato. “Qué chévere que hayan nacido tantos géneros musicales, pero lo chévere es que no se pierda la tradición y hagan un empalme; cada pueblo tiene su identidad cultural, pero acá por ejemplo con la tambora, me gustaría que haga parte de lo típico”.


Existe en El Paso un grupo llamado Tamboras de san Marcos, que se reúnen para atender presentaciones en eventos especiales o fiestas patronales, “cuando sale cualquier ‘moña’ o llaman de la Coordinación Departamental del Cultura, ahí vamos, pero así cada quien anda por su lado”. Grabaron una muestra –dice- pero “nadie le para bolas”. Carlos Vives sí les “paró bolas” y los invitó a presentarse en su restaurante Gaira en Bogotá.


Expresa, entonces, Mauricio, que Rosa es una de esas mujeres, de esas cantadoras, que deberían tener poderes especiales para cumplir sus deseos, porque son deseos buenos, deseos de gestar el conocimiento, de extender la tradición, de multiplicar el arte en una generación que está creciendo ávida de conocer sus orígenes, de saber de dónde viene. Le gustaría, por ejemplo, trabajar en la Casa de la Cultura, enseñando lo que sabe, transmitiendo a las nuevas generaciones la herencia que ella bebió de las que fueron antes que ella.


Hace veinticinco años, Rosa se desempeña como madre comunitaria, tiempo y labor que le han permitido ir sembrando la semilla de su arte en los niños que han pasado por su cuidado. “Hay días que amanezco con mi loquera y cantamos con los niños”. En ese momento, pasan del dicho al hecho y la mujer alza de nuevo su voz, acompañada por las palmas y voces infantiles:

Cantame Rosa cantá/que quiero escuchar tu voz/y a sonar esas tamboras se me alegra el corazón/Cantá la Candela Viva/que Alejo muy bien tocó o canta ‘Ahí viene la perra’ que a su dueño lo mordió/ Cantame Rosa cantá/que quiero escuchar tu voz/y a sonar esas tamboras se me alegra el corazón/ Cantá ‘Dime por quien lloras’/que cantaba Juana Díaz/o esos versos bonitos que Emelina componía”.


Y el viajero se despide, con el corazón preñado de relatos, amando la tradición, con una sonrisa pintada en los labios y la voz de la cantadora retumbándole en la mente.

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