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  • María Ruth Mosquera @sherowiya

Universo más amplio a cantos que narran la provincia


Carlos Vives con su eterno compañero musical Egidio Cuadrado

Las conjeturas se regaron por todo el pueblo: “El director departamental de tránsito tiene que estar robando, porque si no ¿de dónde está sacando tanta plata para que de la noche a la mañana haya comenzado a exhibir ese montón de lujos que nunca se le habían visto?”. No podían entender los sanjacinteros cómo este hombre había hecho para cambiar su viejo Nissan por un Trooper, remodelar la antigua casona de esquina en la plaza frente a la casa cural construyéndole dos baños nuevos, una terraza bonita en la parte posterior y pintarla de ese rosado tenue. Y ni qué decir de su apariencia, pues por primera vez se le veía vistiendo ropa de marca que nunca antes había usado.


Fueron tan fuertes los rumores y la evidencia de un dinero inusual en el funcionario público, que para frenar la demanda por enriquecimiento ilícito le tocó mandar a su hijo corriendo a sacar fotocopias y llevar a la Contraloría los documentos que daban fe de que él, Adolfo Pacheco Anillo, era el compositor de ‘La Hamaca Grande’, canción que no cesaba de sonar en emisoras, discotecas, tarimas y tocadiscos del mundo entero, en una versión versátil, hecha por un muchacho despelucado que usaba mochos de jean y abarcas trespuntá, y que esos dineros que se estaba gastado eran producto de las regalías que estaba recibiendo por concepto de derecho de autor de esa canción.


Carlos Vives y Adolfo Pacheco Anillo

“Veinticinco millones en cheques, en dos o tres meses me mandaba Edimusica y eso para mí fue grande porque yo no recibía esas cantidades en regalías”, cuenta hoy Adolfo Pacheco, quien desde entonces se convirtió en un admirador y agradecido eterno de Carlos Vives, el muchacho de los mochos, quien mientras él demostraba que su dinero no era mal habido, llevaba vendidas más de un millón 300 mil copias del long play que tenía su canción. “Eso no lo había vendido nadie en el vallenato”, enfatiza y añade que está “muy contento con Vives y sé que es un hombre que se las sabe todas, sabe moverse. Contribuyó de una manera apoteósica con su obra que le amplió en universo al mundo vallenato. Estaba uno limitado, todavía puede ampliarse más, pero Vives fue pionero, trascendió y eso hizo que mejoraran los ingresos de los compositores, los intérpretes y dueños de grupo; eso hizo que les pagaran mejor”.

Ese año, 1993, hubo una especie de fascinación musical en los lugares más inesperados del mundo a donde llegaban las cotidianidades cantadas, siempre pobladas de metáforas, que daban cuenta de la vida en la provincia del vallenato, donde el amor nace profundo y limpio como se ven las montañas, donde no se le canta al sufrimiento porque el amor sufrir no deja, pero sí hay ausencias tan agudas que obligan a los hombres a gritar “ayayay tengo un dolor, ayayay me estoy muriendo”.


Eran narraciones poéticas y melódicas que mostraban el rol determinante de la naturaleza dentro del acervo metafórico los compositores de aquí, cómo agua, tierra, fuego y aire pueden ser celestina, víctima o cualquier otro papel que se ajuste a la circunstancia del cantor; por ejemplo un río llamado Tocaimo que le infundió fuerzas para cantar a un trovador invidente que valido de los artilugios del amor se las arregló para ver la sonrisa de una sabana; cómo a otro hombre lloró desconsolado cuando el verano le marchitó un lirio rojo que tenía bien adornado con una rosita blanca muy aparente, o cómo en esta tierra las melancolías del amor son como el ave que canta en la selva y no se ve.


A medida que pasaban los días, más y más personas en el planeta caían en el encantamiento por esos versos que les presentaban a personajes como un ‘Compai Chipuco’, de patas bien pintá, sombrero bien alón, que vivía a orillas de un río y le gustaba el ron; un Juancho Polo Valencia, quien a cuenta de su viudez proclamó con convicción que Dios en la tierra no tiene amigo y que como no tiene amigo anda en el aire; un Moralito descrito como evasor de un duelo de acordeones, para lo cual se habría huido de mañanita; u otro que transido de sentimiento deposito en un pedazo de acordeón su alma, su corazón y parte de sus alegrías.


Las historias que ese muchacho de pantaloncitos cortos, con un acordeonero que como un ritual llevaba siempre puesto un sombrero y una banda de músicos con apariencia rockera estaban llevando al mundo eran una descripción exacta de la vida aquí, con ubicaciones geográficas como Urumita, Dibulla, Barrancas, Fonseca, Flores de Maria, Altos del Rosario y –por supuesto- Valledupar, donde había barrios como el Cañaguate a cuyas habitantes féminas llamaban cañaguateras; cantos con narraciones sobre hombres parranderos y mujeriegos que confiesan sus andanzas a las mujeres celosas, a las que piden que no los celen tanto, que los dejen gozar la vida y les prometen volver a casa siempre completicos.


Todos esos versos estaban tan rebosantes de metáforas, símiles, tropos, hipérboles y otras figuras literarias, que en incursiones esplendorosas enseñaron sobre una montaña llamada ‘Cerro de Maco’, tan grande que en una hamaca de su tamaño podría mecerse el pueblo vallenato y cantar alegre su vida desde allí. Eran quince cantos anfitriones de una fiesta provinciana y universal, a la que fueron invitados instrumentos que daban testimonio de la triétnia del vallenato, la fuerza caribe de la gaita, la cumbia y la tambora y armonizaban con otros llenos de mundo representantes de géneros como el pop, el rock, el reggae.


“Carlos Vives ayudó a que el vallenato llegara más lejos”, asegura Isaac ‘Tijito’ Carrillo, autor y protagonista de la historia de la Cañaguatera en mención. “El primero que llevó los clásicos al exterior fue Escalona, y Bobea, Fontanilla y Alberto Fernández; luego Alfredo Gutiérrez lo llevo a Chile, Argentina, México. Pero cuando Vives grabó los clásicos fue más allá que los demás. Él le puso el sello”. Aunque las negociaciones para la grabación de esta obra no la hizo ‘Tijito’ directamente, habla de su gratitud hacia el artista por abrirle nuevos públicos. “Lo que paso fue que en el año 1969 yo le autoricé a Alfredo Gutiérrez que grabara La Cañaguatera en Codiscos. Yo afilie la canción a la casa disquera como afiliar un carro a una empresa. Por eso él solicito a Codiscos y le dijeron que sí y a mí me mandan las regalías porque derechos son míos. La canción ya había sido grabada, pero Carlos Vives le puso el sello. Ellos –los cantantes- dicen que están agradecidos con nosotros –los compositores- por las canciones y nosotros con ellos por cantarlas; mientras más graban las canciones más le dan a uno pal el arroz y pa’ la yuca”.


Grata sorpresa fue también para Sergio Moya Molina saber que su ‘Celosa’ estaba siendo conocida más allá de las fronteras de su país y a él lo estaban acariciando las consecuencias de ello. “Económicamente fue muy notable porque las regalías que yo había recibido eran precarias y a partir de ahí las empezaron a ser muy notables”, revela Moya Molina a quien le queda aún por resolver la inquietud de cómo fue el proceso de selección en el que su canción quedó incluida en la producción musical. “Yo le mande un casete a Egidio Cuadrado (acordeonista de Vives), que era con quien tenía más fácil acceso por la amistad; conversaba con él y le decía: compadre acuérdese de mí, pero no sé si la escogencia fue por el casete o por otro tipo de selección”. Ese casete tenía nueve canciones, además de ‘La Celosa’: ‘Lejanía’, ‘Tú veras’, ‘El serenatero’, ‘La competencia’, ‘Receta de amor’, ‘Tu enamorado’, ‘Fortuna y desdicha’, ‘Secretos del alma’ y ‘El contrabandista’, que fue incluido en el segundo volumen de Clásicos de la Provincia, grabado por Vives.


Compositor y artista se han visto en varias ocasiones, como hace dos años cuando Vives, en su discoteca Gaira, de Bogotá, le rindió un homenaje especial a Moya Molina; “¡Fue un homenaje del carajo! Yo quedé sorprendido cuando iba entrando me hicieron una calle de honor con alfombra y cuando iba pasando a la tarima se desenrolló desde el techo un lienzo con la figura mía. Yo no esperaba eso así. Y Carlos se subió a la tarima, me abrazó y cantó La celosa conmigo”. Y le agradece “en términos generales del folclor colombiano, más que hacer énfasis en la música vallenata, porque ha tenido una incursión esporádica en ella”.


A la llegada de Clásicos de la Provincia, ya la onda expansiva del arte y carisma de Vives había impregnado el aire universal, pues con la serie ‘Escalona un canto a la vida’ (1991) no solo traspasó fronteras el actor y se hizo a una enorme fanaticada en Miami, Puerto Rico, Estados Unidos y la teleaudiencia italodominicana, encargando a un compositor formidable como Rafael Escalona, sino que lo hizo el intérprete de esas canciones que personificó en la serie y que lo llevó a ganar premio Simón Bolívar por su actuación y por banda sonora de la producción. Eran también historias de la vida provinciana, enriquecida con el realismo mágico salido de la mente del hombre que hacía travesías entre Valledupar y Sata Marta en un diablo a que le llaman tren, que para probar la calidad a un pintor le pedía pintar una golondrina con una espina en el pico y en los ojos un dolor, que para blindar a su hija de las calamidades amorosas anunció la construcción de una casa en el aire, dueño de un cariño capaz de desafiar las crecientes más bravías y dotado de una nobleza conciliadora que lo llevó a hacer un acuerdo de paz con un Jerre jerre en un camino del Cesar.

No obstante, Clásicos de la Provincia fue diferente, el boom de sus tiempos, la noticia de su momento, y Vives un difusor exitoso de las cotidianidades que cantaba, de las tradiciones regionales, pero vestidas con una indumentaria urbana, rockera.


“Definitivamente Carlos es el mejor promotor que tenemos nosotros en el vallenato y no es un elogio, ni una apología a Carlos, sino que -el en primer lugar- fue el primer actor en una telenovela le dio impulso a la música vallenata con Escalona, lo hizo muy bien. Grabó dos larga duración con los clásicos de Rafael Escalona; Después grabó Clásicos de la Provincia, que fue la consagración de él y después hizo Clásicos de la Provincia 2. Si eso no es promocionar el vallenato, yo no sabría explicar cómo es que se promociona”. Al decir esto, Rosendo Romero ‘El poeta de Villanueva’ hace énfasis en el derecho y la libertad que les asiste a los artistas para experimentar, para incursionar en géneros distintos sin que por ello tengan que ser satanizados; “No está escrito que un artista no pueda buscar su propio expresión y experimentar con otra música”, en esa experimentación de Vives con el vallenato hizo parte la canción ‘Noche sin luceros’, de este ‘poeta de Villanueva’ que si bien experimentó un vacío en sus expectativas frente a las regalías, “a nivel de regalías no fue lo que esperábamos, por lo menos yo esperaba que me pagaran más, me sentí desengañado por ese lado”, sí quedó fascinado al escuchar su obra con otros matices: “Para mí fue escuchar ‘Noche sin luceros’ en una versión estilo europea, porque él le hizo una versión sin fronteras”.


La gratitud es general del pueblo vallenato por el papel de divulgación tan efectivo que ha cumplido Carlos Vives, pero sobretodo lo es de parte de los autores cuyas obras integraron los dos volúmenes de Clásicos de la provincia, un vallenato sin fronteras, una estrategia de propagación mundial, un compendio de historias provincianas armonizadas con sonidos universales característicos de las producciones de Vives y su banda La Provincia, melodías taquilleras y premiadas que conectaron a Carlos con los sonidos e imágenes que almacenó su memoria infantil cuando su casa era teatro de una cofradía que tenía como miembros a grandes juglares de este folclor del que él no ha podido desligarse, así sus incursiones en él sean esporádicas y modernas. ¿Cómo desligarse de esos cantos que lo conectan con su pasado, con “la casa de mis abuelos pa’ los años de la infancia, soñaba con tantos cuentos que no cabían en la cama”?


Crónica escrita para la Revista del Festival de la Leyenda Vallenata

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