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  • Aldayr Ortega

El vendedor callejero

Imagen de referencia, tomada de Internet.

Los familiares y conocidos dicen que era un tipo normal, dedicado al comercio informal en la Calle del Cesar, donde vendía artículos varios. Él se ubicaba entre el Éxito del centro y ‘Cinco esquinas’. Todos coinciden en que era un hombre amable, saludable y amiguero; los comerciantes admiraban en él la capacidad de autoinventarse su propio negocio, de acuerdo a la temporada que se estuviera viviendo; en diciembre vendía ropa (pantalones y camisetas de precios cómodos) y juguetería; luego se cambiaba a útiles escolares y uniformes de colegios; dependiendo la emoción del torneo de fútbol colombiano, vendía camisetas de Nacional, América y Junior; luego, en la Copa América o la eliminatoria al Mundial, vendía camisas de la Selección Colombia. Nadie sospecharía en aquellos días de abundancia cual sería el desenlace de los amigos de la moto que lo visitaban. Todos los días a las cinco de la tarde llegaban sin falta, se sentaban en el puesto de trabajo improvisado que tenía sobre la calle, a mamar gallo y luego de risas y tertulias se despedían con choques de manos.


¿Quién podría sospechar siquiera lo que ocurriría, si cuando ellos llegaban él traía gaseosas y panes, compartían reían y dialogaban? Este rito se prolongó durante años; ellos departían con él y luego se iban contando la paga, mientras el uno manejaba el otro anotaba en las tarjetas el abono del día. Al tiempo, las cosas no eran tan amigables, había discusiones, amenazas y decomiso de mercancías. El negocio comenzó a decaer, al punto de desaparecer por completo.

Cualquier día el vendedor de la Calle del Cesar no se apareció más por el sitio de trabajo, las motos seguían llegando, indagando entre vendedores ambulantes y dueños de almacenes por él, que durante mucho tiempo se mostró como su amigo.


Mientras en la Calle del Cesar se indagaba por la vida del vendedor de cacharros, en su casa se vivía otro drama: su mujer en la UCI del Hospital Rosario Pumarejo de López con un cáncer con metástasis en todos los huesos, su hija mayor de apenas 16 años estaba en casa recién parida de un desconocido que no respondió por el niño; su otro hijo de 12 años estudiaba el bachillerato, entonces valiéndose de su inventiva y gracias a la bondad de un amigo que le alquilaba la moto por 15 mil pesos diarios, salía a ganarse la vida de moto taxi por las calles del Valle, huyéndole a la Policía y a los pago-diarios de la Calle del Cesar, hasta que el universo conspiró en su contra, Ese día, en la Glorieta de la Ceiba, mientras transportaba un pasajero hombre (Transporte prohibido), la Policía le inmovilizó la moto.


Estando en estas, llegaron dos motos más al retén de la Policía; eran los pago diario; estos sí con los documentos en regla, entonces lo montaron en una de las motos y lo llevaron a su casa. En horas de la noche, luego de recibir amenazas de parte de los pago diario y recibir insultos de parte del dueño de la moto que le inmovilizó la Policía, su hija le dio la noticia: “mamá murió a las cinco de la tarde. Te he estado llamando pero no me contestaste”.


Mientras todos estaban haciendo diligencias en la funeraria y en la morgue para la entrega del cadáver, Miguel José, caminaba en círculos en su casa de habitación ubicada en el barrio El Páramo de Valledupar. Nadie puede dar fe de qué pasaba por su cabeza a esa hora, pero todos concluyen que debería estar pensando en su mujer, en la deuda de los ‘gota a gota’ y en la moto del vecino que le fue decomisada por la Policía.


En una cuna de madera, el nieto lloraba con gritos agónicos; la vecina del lado se cansó de tocar la puerta de madera y la lámina que servía de ventana en la casa de barro, pero nadie respondió; el único sonido que se escuchó a esa hora, quizás en todo el barrio, fue el de la vieja pistola hechiza que soltó su estruendo de dolor y miseria.


Nadie en aquel barrio de Valledupar olvida Miguel José, el vendedor callejero de la Calle del Cesar, y mucho menos a los pago diario que siguen llegando en sus motos haciendo amigos, para al cabo de meses volver pateando puertas y amenazando a sus habitantes.

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