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  • María Ruth Mosquera @sherowiya

Esencia Negra

“Alegría, cocada, caballito, enyucadooo”. El canto de la mujer de estatura media, músculos firmes y piel de ébano penetra en las casas a las tres de la tarde y hace antojar a chicos y grandes de un momento de dulzura.


Una ponchera llena de dulces ‘adherida’ a su cabeza engalana su andar y hacen brillar su piel que parece inmune a los rayos del sol calcinante que a esa hora flagelan sin piedad al resto de los mortales.

Es Francisca Torres Reyes o ‘Chica’ como le dice ‘todo el mundo’, una palenquera que desde hace más de dos décadas se dedica a endulzar las tardes caniculares en el Valle de Upar.


Su mañana ha transcurrido en el patio de su casa en Villa Corelca, en medio de cocos, papayas, panela, azúcar, calderos y otros elementos que constituyen la materia prima y los elementos técnicos de un negocio que mantiene viva una parte de la esencia de Palenque y la tradición libre de las mujeres de esta zona del país. La jornada es amenizada por sonidos de champeta que salen por las cortinas de los cuartos de sus hijos, donde una de las jóvenes se teje trencitas para lucir un look más metrópoli.


Ver caminar a ‘Chica’, incansable, y escuchar su voz impertérrita sugiere remembranzas de tiempos antiguos, de palenques construidos por los negros osados que le arrebataron su libertad a los m’gende coloraos (gente blanca), de hombres decididos, de tambores africanos y de seres negros de alma blanca.


Cuando eran las cuatro de la madrugada dejó sólo en el lecho a ‘Mara’ su enamorado de siempre, compañero de sus noches y padre de sus once hijos, y se fue al Mercado Público a comprar todo lo necesario para que el grito de alegría de la tarde sea completo.


Han sido tres décadas poniendo el toque de alegría a las tardes de sus cientos de clientes que hoy compran una cocada blanca, mañana se antojan de una de panela y pasado mañana piden un enyucado; total, son todos manjares que llevan por dentro sabor a experiencia y ganas; esas que le imprime su fabricante, una mujer que en sus años mozos abandonó su pueblo buscando nuevos horizontes o tal vez guiada por el instinto del amor, pues acá estaba ese hombre, cuyo recuerdo le hacía temblar el alma.


“Me vine sola. Antes vendía bollos y alegría en Cartagena. Aquí empecé trabajando en casas de familia; lo de los dulces vino después”.

Varios años antes, había salido de Palenque Máximo Herrera Tejedor (‘Maravilloso’ o ‘Mara’ como lobaitizaron sus compañeros valduparenses por su puño parecido al del famoso boxeador), un trotamundo que recorrió pueblos y montañas, aterrizó en este Valle y se topó con la muchacha que le gustaba desde su adolescencia.


Hoy tienen once hijos, todos criados a fuerza de trabajo, de él como albañil y después como empleado de la empresa de servicios públicos de Valledupar, Emdupar, de la que se pensionó después de 20 años de trabajo, y de ella como ‘palenquera’.


Pero aunque en su casa se escucha la champeta y ellos mismos reflejen los rasgos africanos, en la familia nadie habla la lengua palenquera, muchos de las nuevas generaciones no conocen al pueblo y los que conocen no se adaptaron a la falta de comodidades que perviven en la Palenque; en fin, son palenqueros de otra parte, igual que los muchos que han venido a Valledupar desde la llegada de Patrocinio Valdés, quien fue el primero, que muestran interés por saber más sobre ese pedazo de tierra donde están sembradas sus raíces.


Identidad

Esa, la de la conservación de la cultura, de la esencia palenquera, es la parte que preocupa a los defensores de lo auténtico, pues en la medida en que los negros fueron saliendo y regresando, fueron untándose de civilización y lo raizal de ha echado a perder.


Lo importante es que lo de adentro sigue ahí. Eso asegura Javier Pardo Cassiani, quien llegó a Valledupar cuando apenas tenía cuatro años, pero no ha dejado de volver a su tierra natal, en la que seguramente lo ven como el ejemplo que ha escalado posiciones, dando a veces saltos largos para situarse por encima de las discriminaciones de que ha sido objeto por el color de su piel y que le valió muchas peleas en el colegio con los compañeritos que le gritaban ‘negrito revuelve el agua’ o ‘el que le lleva la mazamorra al diablo’. “De lo que sí siempre me he sentido orgulloso es que me digan ‘negro palenquero’ o ‘negro tenía que ser’; esos comentarios eran el pan de cada día”.


En esos aspectos racistas, el entorno de Pardo Cassiani ha madurado un poco, “aunque el racismo sigue”, así como siguen dentro de él sus pensamientos de libertad, su esencia negra y algunas palabras de su lengua.


Javier conoce sus raíces y orgulloso habla de Palenque de San Basilio como el único de los palenques que se mantuvo vivo a través del tiempo. “Los otros desaparecieron”. Habla de los tres espacios concebidos en su cosmovisión: uno subterráneo (almoan) que da cuenta de seres vivientes debajo de la tierra con condiciones diferentes; otra habla de lo terrenal y una tercera del espacio espiritual en el que habitan las almas de los antepasados y los mayores que en los momentos de dificultad, acuden a ayudar a los que quedan en la tierra. “Dios existe, pero se maneja bajo una concepción diferente”. Algunos le rinden culto a Changó, son devotos de San Basilio, pero todo se resume –según Javier- a cuestiones de forma porque en el fondo, todos siguen a un Dios Todopoderoso. “No tienen por qué satanizar los pensamientos del negro”.


Ahí, en Palenque de San Basilio, se concentran prácticas como el lulambú (un ritual fúnebre), que reflejan el pensamiento palenquero sobre la vida y la muerte. Muchas enfermedades sólo pueden ser sanadas con rezos, baños y tomas por tratarse de daños o maleficios como el mal de ojo, y no de un padecimiento físico en sí.


Champeta es lo que llega a la mente de las personas al hacer referencia a la musicalidad que viene de África, pero el bullerengue sentado, las chalupas, el son de negritos, la chalusonga y el son palequero de sexteto son géneros musicales propios de Palenque, que han sido exaltados por lugareños como Viviano Torres, cantante, compositor, productor musical y defensor acérrimo de lo suyo que con su agrupación Anne Swing se ha encargado de montarle al mundo un poco del sabor negro. Y cómo no mencionar Prudencio y Ricardo los hermanos Cardona y a Pambelé que con sus puños le mostraron al mundo la fuerza de su raza.


Un proceso de libertad

Las faldas de Montes de María, corregimiento de Mahates, en Bolívar, fueron el escenario perfecto para que se establecieran muchos negros que se fugaron del régimen esclavista de los colonos y establecieron palenques: poblados cercados por flechas como mecanismos de defensa contra quien tratara de avasallarlos. Eran viviendas de bahareque, de estructura lateral, cuyas puertas se armaban con palos en las noches y se desarmaban en las mañanas.


Allí llegaron negros de diferentes etnias africanas; había malibúes, congoleses, bantúes y carabalíes, entre otros, cada uno con un dialecto distinto, factor este del que nació la lengua palenquera, un código de comunicación, como de respuesta a la necesidad de ‘derribar la torre de babel’ que se levantaba entre los negros y también como lengua propia que sólo entendían ellos, los palenqueros.


Los procesos migratorios no han cesado y seguramente en las nuevas generaciones las características ancestrales serán más débiles, pero lo que sí perdurará será la tradición de las palequeras de recorrer kilómetros bajo el sol evocando a las mujeres de antaño en su pueblo que encontraron la venta de ‘alegría’ una opción productiva que dejaron como un legado que donde quiera que se escenifique identifica a Palenque de San Basilio.


Destacado

Allá, en las faldas de Montes de María persisten unas pocas estacas de las que conformaban el vallado de Palenque de San Basilio, un pueblo fundado por esclavos que se fugaron del yugo de los colonos y protagonizaron un proceso de libertad que les dio identidad propia. Muchos como ‘Chica’ traspasaron hace tiempo esas cercas, haciendo parte de unos ciclos migratorios que si bien han significado progreso para muchos que han salido, también se han traducido en la alteración de la esencia negra, esa que en las tardes sale a las calles de Valledupar, personificada en la mujer que vende ‘momentos de alegría’ con una ponchera montada en su cabeza.

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