¡Cuánto se puede amar a una provincia!
López, como primer gobernador que tuvo el Cesar, es el protagonista del primer acto de la conmemoración de los 50 años de creación del departamento: una exposición iconotextual que se exhibe en la Biblioteca Pública Departamental 'Rafael Carrillo Lúquez'.
Amor era lo que sentía Alfonso Antonio Lázaro López Michelsen por la Provincia de Padilla para que su mirada tuviera ese ‘no sé qué’ especial cada vez que se montaba en un avión en la fría capital y se venía a aterrizar en el aeropuerto que lleva el nombre de su papá.
Grande tuvo que ser ese sentimiento para que un día, cuando cumplía a cabalidad con las características de delfín político del doctor Alfonso López Pumarejo, con una carrera pública floreciente, lo dejara todo allá en el centro del país y se viniera a gobernar un departamento que apenas nacía, sin antecedentes de gobernabilidad más que las referencias que le correspondían como un pedazo del Magdalena Grande.
Eran los genes de Rosario Pumarejo de López, que tomaban forma; esa mujer nacida en una equina de la Plaza, esquina a la que muchos años después arribó Alfonso López Pumarejo con el único propósito de saber en qué lugar estaban sembradas sus raíces, por el nacimiento de su madre. Era la primera vez que López visitaba a Valledupar y experimentó la inexplicable emoción de un niño huérfano prematuramente, de encontrar gente que había conocido a su madre, (ella murió a los 26 años) que él mismo no recordaba. “Desde entonces, perdónenme la confesión, yo busco en los rostros de todas las mujeres vallenatas jóvenes y hermosas cuál hubiera podido ser mi abuela”, escribió López Michelsen en abril de 1996.
La fuerza de la estirpe Pumarejo hizo que recién pasada la época de la colonia, cuando el Valle de Upar era una comarca aislada, sin vías de comunicación, sin carreteras, ni aeropuerto, ni comunicación por radio; López Pumarejo, siendo presidente de la República, hiciera el aeropuerto en el que por poco pierde la vida el día que vino a inaugurarlo. Contaba Aníbal Martínez Zuleta que cuando el avión iba a aterrizar, se salió de la pista y fue a dar al monte, dejando al presidente muerto del susto. “El aparato quedó aquí dañado por mucho tiempo”, anotaba Martínez Zuleta, testigo fiel de las cotidianidades del primer gobernador que tuvo su Cesar.
Corrían los años en los que los jóvenes tenían que irse a estudiar a estudiar a Mompox o a Santa Marta, haciendo una travesía agreste porque el único colegio del Magdalena Grande era el Liceo Celedón de Santa Marta (famoso por los cantos que Escalona y porque más adelante fue mandado a cerrar por Jorge Eliécer Gaitán). Ahí se encontraba las gentes de Río de Oro con las de Riohacha, las de González con las de Pivijay y con los de los más insospechados pueblos de los que hoy son el Cesar, Magdalena y La Guajira. Entonces López Pumarejo hizo la carretera a Santa Marta y vinculó esta región con esa ciudad, con la Zona Bananera y con el mar. Hizo el hospital y le puso el nombre de la mamá y le dejó al Cesar el Colegio Loperena y la Escuela de Arte, pues aquí sólo había una escuela pública.
“Cuando vino López Pumarejo, hubo una auténtica revolución; ya se dieron los carreteables, se hizo el puente Salguero y se solucionó un gran obstáculo en el Cesar porque se unieron las dos provincias y hubo tráfico directo de Riohacha a Valledupar y Fundación. Se facilitaron mucho las cosas y los muchachos de aquí pudimos salir a estudiar a otros departamentos”, expresaba el ex gobernador del Cesar, José Guillermo ‘Pepe’ Castro. No es extraño entonces que López –hijo- estuviera ligado a estas tierras por algo más que por el lazo sanguíneo; tenía además el legado de su padre de seguir velando por los intereses de esta región.
Cuando López Michelsen era muchacho vino a explorar estas tierras, conociendo la gran hacienda de Las Cabezas, de propiedad de la familia Pumarejo, considerada una de las familias más aristocráticas que había en Valledupar.
Fue él, el primero en Las Sabanas del Diluvio que sembró algodón de manera tecnificada. Todo eso lo hizo encariñarse más y más con el suelo del Cesar.
“Valledupar era una ciudad aislada. Él (López Michelsen) se encantó y se puso al servicio de esto, al extremo que, siendo jefe connotado del Partido Liberal, estando en el Senado de la República, pendiente de sus reformas jurídicas y constitucionales, aceptó correr el riesgo de venirse a gobernar a Valledupar, en donde carecíamos de todo. Acababa de nacer el Departamento, después de esa gesta que libramos para la creación del mismo. Los vallenatos tuvimos la idea de pedirle a López que se viniera y ni corto ni perezoso, casi espontáneamente, aceptó venirse, dejándolo todo en Bogotá, corriendo el riesgo de quemarse aquí”, reflexionaba Martínez Zuleta.
Así fue. En 1967, López fue designado por el entonces presidente de la República, Carlos Lleras, como Gobernador del Departamento del Cesar. Para ese momento, ya había sido concejal de Engativá, Cundinamarca, catedrático de la Universidad Nacional, la Universidad Libre y el Colegio Mayor del Rosario. Había escrito los libros ‘Introducción al estudio de la constitución Colombiana’, ‘La estirpe calvinista de nuestras instituciones’ y ‘Los Elegidos’. Ya había creado el Movimiento revolucionario Liberal, MRL, se había presentado como candidato a la Presidencia de la República (1962).
Se mudó a vivir a la esquina de la plaza y desde ahí puso abundantes ‘ladrillos’ para ayudar a construir la identidad regional de que hoy goza el Cesar. Se convirtió en un padre protector que –a decir de la gran mayoría de cesarenses de esa época y de esta- trajo el progreso al departamento, del que en esos años vaticinó, iba a ser el mayor aportante a la economía nacional, tal sucedió en la época del y como está sucediendo con la explotación carbonífera.
Sabía de todo. Estaba enterado del más mínimo detalle del diario transcurrir de la vida en el Cesar. Quienes compartieron con él no se explican cómo hacía para saber tanto de tantas cosas: derecho constitucional, derecho internacional público y privado, administrativo, civil, economía del mundo. Conocía como la palma de su mano la situación regional: el problema algodonero, ganadero, cafetero, el tema de la floricultura y en materia de folclor, ¡vaya!... ese cachaco sí que sabía de vallenato. Se iba temprano un día a escuchar las canciones de sus afectos en Mariangola y más tardecito estaba en Valledupar, departiendo con amigos donde Carlos Pérez.
Por eso sus amigos siguen tan tristes porque él ya no está. “Con él vimos en servicio la interconexión eléctrica de Valledupar con la Costa Atlántica”, dijo entre nostalgias Jaime Murgas, quien gobernó al Cesar, mientras López lo hacía con el país. Le debemos todo. No teníamos sino ganado y logramos ocupar el primer puesto algodonero del país, quitándole ese privilegio al interior; competimos con el algodón de la India. El sustentó, programó el Festival Vallenato hasta el día de hoy, con lo cual debemos sentirnos demasiado orgullosos y también en otros aspectos industriales, ganaderos que ha conseguido Valledupar, porque arroz, algodón, novillos, ministros, gobernadores, representantes, hay en todas partes de Colombia, pero vallenato lo hay no más en Valledupar”, decía su amigo eterno Rafael Escalona.
Al inicio de su actividad política, López fue objeto de mucha crítica por parte de la oposición a su papá, el dos veces presidente López Pumarejo, quien se vio envuelto en un escándalo que lo hizo retirarse el poder, al sufrir un atentado.
Tuvo muchos detractores que no callaron las críticas, pero también se convirtió en el hombre que –como tanto se ha dicho- cada vez que hablaba ponía a pensar al país porque lo hacía con sapiencia, por ejemplo cuando habló de dos colombias, refiriéndose a una compuesta por el Altiplano Cundiboyacence, Bogotá, Medellín y Cali, franja en la que se volcaba el presupuesto nacional, y las dos terceras partes del país estaban abandonados. Escogió a Valledupar como la capital simbólica de todas las provincias colombianas y trabajó para su progreso.
A su llegada a la presidencia, en 1974, ya era un erudito en el ‘arte de tragar sapos’ como definía la política. En 1982 aspiró de nuevo a la presidencia, pero fue derrotado.
Ni siquiera cuando fue la Primera Dama de la Nación, los vallenatos dejaron de llamar ‘Niña Ceci’ a Cecilia Caballero de López (homenajeada con el nombre de la casa de la Cultura de Valledupar) esposa de López Michelsen y madre de sus tres hijos. Ella, una mujer perteneciente a lo más íntimo y distinguido de la aristocracia bogotana, se acostumbró a estas tierras tanto como él. Se movía de un lado para otro haciendo cosas, entre esas cosas, podría decirse que a ella se le debe la arborización de Valledupar, toda vez que sembró los primeros árboles en las calles. Salía con una tropa de muchachos que bordeaban los doce años y sembraba cañaguates, almendros y otras especies, enseñándoles que sobre la importancia de la arborización, lección que hoy agradece todo el Valle porque qué sería de esta ciudad sin arborización, enfrentada a tantos grados de temperatura confabulados con el pavimento. Uno de los que más siguió con ese legado fue Aníbal Martínez, quien durante su mandato como alcalde sembró 23 mil árboles.
El último encuentro. El río Guatapurí fue testigo de la última visita de López a Valledupar. Ocurrió para la celebración de los 80 años de su amigo de siempre Hernando Molina Céspedes. Les dio el último abrazo a sus amigos María Lourdes Castro, en cuya casa se alojaba en sus visitas de los últimos tiempos, Alfonso Araújo, Carlos Vigna, Aníbal Martínez y –claro- La ‘Niña Ceci’. Ese día, juntos, le pasaron revista a todas las anécdotas de su amistad y después fueron a Hurtado.
-“¿Se quiere bañar en el río?”, le preguntó María Lourdes Castro
-“Primero me tienes que calentar el agua”, le respondió el López, entre sonrisas.
Después de esa tarde regresó a Bogotá, la fría ciudad que el 30 de junio de 1913 lo vio salir de las entrañas de doña María Michelsen y que lo vio morirse de un infarto 94 años después, en la madrugada del once de julio.