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  • María Ruth Mosquera @sherowiya

Las nostalgias de Náfer Durán


Náfer Durán, sentado en una mecedora en el patio de la casa de su difunto hermano Luis Felipe. Foto: Mariaruth Mosquera.

Los bríos juveniles se han ido de su andar. Sus pasos son ahora reposados, igual que su discurso entretejido con recuerdos y nostalgias, acentuado con el timbre y la pausa inherentes a los longevos en su etnia. Sus manos grandes y sólidas dan cuenta de fortaleza, de usanzas pastoriles, de un trasegar intenso sobre los pitos y bajos de su acordeón; de una estirpe de músicos que poblaron la tierra con las semillas de su arte y su cariño, dándole así vigor a un folclor universal.


“Eso me da sentimiento. Todos mis hermanos fuimos muy unidos”, dice Náfer Durán Díaz, con el corazón compungido, al verse ahí, sentado en una mecedora del patio de la que fue casa de su hermano Luis Felipe, cerca de la que rinde honores a su otro hermano, Alejo; al saberse sin ellos, pues el orden de su partida eterna siguió el mismo de su nacimiento, así como el de su incursión en la vida musical. Hoy sólo queda él, el menor de los tres.


Cuando Náfer nació, a principio de los años treinta, trece años después de Alejo, El Paso estaba habitado por acordeoneros naturales, hombres de vida agropecuaria que en el ocaso del día se entregaban a la exploración del instrumento que poco a poco le iba robando espacios a la tradición gaitera de la zona. Él es el resultado de un reconcilio de sus padres Náfer Durán Mojica y Juana Francisca Díaz, quienes después del nacimiento de Alejo permanecieron separados un tiempo, durante el cual su madre dio a luz una hija de otro hombre, bautizada como Sabina Maldonado; esta es menor que Alejo y mayor que Náfer.


“Yo siempre vengo porque aquí es donde he tenido toda mi familia. Mis hijos todos han nacido aquí en El Paso -Cesar y he tenido la gran suerte que Dios me ha dado que hemos logrado que ellos sí han podido estudiar. No les ha gustado la música de acordeón como para profesión, porque todos tocan y componen y son doctores, ingenieros civiles y así. El único que llegó al quinto de bachillerato en el Loperena (colegio de Valledupar) fue Jader, el que anda con Farid Ortiz (cantante); el no quiso seguir estudiando porque me vio apura’o en Valledupar con la matrícula; me dijo: Papi, yo voy a tocar acordeón porque yo no te veo plata pa’ esa matrícula”, narra el octogenario juglar.


Sus hijos representan el futuro. Por eso cuando habla de ellos sus ojos grises y añosos se alumbran con el brillo de la esperanza y la satisfacción de haber cumplido bien su rol al criarlos. Pero cuando retrocede sobre los pasos de sus días y se encuentra con imágenes del pasado, vuelve también la melancolía. “No puedo hacerle un recuento de eso porque es una historia muy grande. Hemos sido una familia muy unida. Fíjese cómo estamos aquí los hijos de Alejo, los de Luis Felipe y los míos; y usted no oye diciendo una mala palabra. ¡Eso me pone a recordar tantas cosas! Es que la unión de los hermanos Durán es una cosa muy sincera, a pesar de que todo; lo nuestro es empírico, una cosa natural”.


El viaje al pasado lo estaciona en tiempos de sus ancestros. “La música de nosotros, la Dinastía Durán, tiene dos ramas de músicos empíricos: Del lado de los Durán, el bisabuelo de nosotros se llamaba Pio Durán, que era antioqueño y tocaba el tiple. Yo no lo llegué a conocer, pero sí el tiple, donde unas tías mías lo tenían enganchado para meter panela, para que los ratones no se lo comieran. Por ahí empezó la música. El abuelo de nosotros, Juan Durán Pretelt, fue un acordeonero muy bueno”. A su abuelo sí lo alcanzó a conocer bien entrada su ancianidad; ya no tocaba el acordeón; “yo le cortaba el cabello porque todos los Durán aprendimos a cortar el cabello”.


Y creció viendo a su papá, Náfer Durán Mojica, tocar acordeón y componer, así como a su tío Gil Durán y a Octavio Mendoza – El Negro Mendo- su tío en segundo grado, quien era un destacado acordeonero de la región. “Pero como en esa época si uno oía un disco era en una radiola que le daban cuerda con una manivela para que el disco sonara; no había grabación ni nada de esas cosas; escasamente un radio; se amontonaba uno a oír si iba a hablar el presidente porque el radio lo tenia una sola persona y habían veinte o treinta mas a oír el discurso”.


Por el otro lado de estaba Juana Francisca Díaz, madre de los hermanos Durán, una cantadora de tambora majestuosa, cuyo nombre es referente obligado al momento de nombrar esta tradición folclórica en el centro del Cesar y el Caribe colombiano. “De ahí para acá fuimos saliendo nosotros. Salio Luis Felipe, dueño de esta casa en la que estamos, un acordeonero de mucha linea, pero todavía no había esa publicidad que tiene la música vallenata ahora; no grababan discos ni había festival vallenato ni nada”, rememora.


Un breve contexto sobre las primeras grabaciones lleva al juglar a citar nombres como Guillermo Buitrago, “un guitarrista de Ciénaga/Magdalena; sus primeros vallenatos fueron compuestos por Rafael Escalona. De ahí entró a grabar Abel Antonio Villa; ya ese sí fue acordeón, salio con éxito, pero no gustaba mucho en Atlántico y Bolívar porque allá les gustaba más el porrito y en Cartagena les gustaba más la salsa. El acordeón no les gustaba para nada”.


Cuando Luis Felipe Durán empezó a escuchar esos discos en acetato, se fue para Barranquilla con el acordeón. Recuerda su hermano que “se hizo amigo de Luis Enrique Martínez y consiguió grabar unas piecitas, unos paseos ahí; incluso ahí tenemos la música de él, con acordeón de dos teclados. Ya empezaron a venir los disco de Luis Felipe y empezamos a oírlos nosotros porque ya tocábamos acordeón”.


Siguiendo el orden marcado desde su nacimiento, ya con Luis Felipe - el mayor - tocando acordeón y ‘trotamundeando’, el siguiente en irse de “correduría” fue Alejo Durán - el hermano del medio. “Alejo dijo: Yo me voy también; entonces se fue él, que fue cuando salió por aquí de vuelta de Chimichagua, El Banco; cogió el Alto del Rosario, atrás del Magdalena, Magangué, Mompox, y de ahí se quedo por la sabana y fue un acordeonista que cantó muy bien el vallenato, tenia muy buena voz. Usted oye un disco de Alejo y es como si fuera un pelao”.


Siguió él, quien como los otros de su época, aprendió el arte de tocar acordeón mediante ejercicios de contemplación que los dotaba de las bases para continuar con derroteros que marcaran sus aportes propios de su esencia. “El estilo es una cosa diferente a aprender a tocar el acordeón. Nosotros con Alejo aprendimos a tocar con el mismo acordeón, pero el estilo no era el mismo”, cuenta. Entonces, mientras Alejo trascendió por sus sones pausados, cadenciosos y se hizo un grande del acordeón; Náfer se destacó por su destreza para los cantos en tono menor, y es ahí donde le sale toda la herencia de su abuelo y de una región de gaitas y cumbiambas, que son músicas en tono menor.


“Claro. La influencia mía la tengo en la sangre, por el lado de mi abuelo, de ese lado yo oía las gaitas y yo aprendí a tocar el acordeón y no tocaba con caja y guacharaca; cuando me fui haciendo libre como de 15 – 20 años yo tocaba era la colita con bombo, redoblante y maracas; entonces yo aprendía mucha música de las bandas que llegaban de año en año a las fiestas patronales. Aprendía tonos menores como pasillos, pasodobles y yo los tocaba en el acordeón. Después se me dio por componer música en menor, que no se pareciera a ninguna”.


Y así es. Su música es distinta, con un marcado énfasis en los tonos menores, al punto que es conocido como ‘el rey del tono menor’. “La primera vez que fui a concursar en el festival me mandaron a parar la pieza, que esa pieza no podía ponerla a concursar con los demás acordeoneros, porque ellos no sabían tocar eso”, narra.


Al llegar con sus evocaciones a los tiempos del Festival de la Leyenda Vallenata, del cual se coronó rey en 1976, a sus 44 años, recuerda cómo “la señora Consuelo Araujo, la finada, comenzó a moverse, a hacer el primer Festival en 1968, donde Dios le dio la gracia a Alejo para que fuera el primer rey valle nato y se la ha hado hasta hoy, a sus cien años de existencia”. Fue un día de gratas sorpresas, de lágrimas inevitables, de abrazos saldados a viejos amigos, de ratificación de la grandeza de una Dinastía que es suya y que cada día se agiganta en los espacios folclóricos del mundo.


Hoy este juglar vive días de reposo, entre Valledupar y El Paso, disfrutando del cariño de los suyos, de esa familia inmensa que como su ancestralidad musical, tiene dos ramas: la parentela filial, a la que está unido por lazos de sangre, y la otra familia, la incontable, la del mundo, a cuyos miembros está unido por los vínculos del arte, la admiración y el afecto.

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