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  • Aldayr Ortega

El vendedor de mangos

Imagen de referencia. Cortesía.

Él tiene grabado el sonido de los timbres de los colegios, los identifica de tal manera que puede saber qué colegio es con solo escuchar el timbre. El primer timbre que escucha es el del Colegio Femenino, luego el del Ebenezer, la Sagrada Familia, posterior el del Carmelo, la Sagrada Familia nuevamente y por último el del Colegio Bilingüe. Los niños a toda carrera y en masa se apilan contra la reja de la institución con el billete de dos mil pesos, alargándolo por las claras de la pared, gritando al unisonó “Un mango señor Henry, un mango, un mango; yo lo di primero, yo se lo pedí desde temprano”.


Todos ignoran que este hombre modesto, que esta ensombrerado, con camisa manga larga, protegiéndose del sol, se levantó mucho más temprano que ellos y que en la soledad de la carrera 21 a las 4:00 de la mañana, acompañado de su propia voz, entonando un canción de ‘El cacique’: “Con calma y paciencia también se llega al fin de la meta, si uno es constante…“; mientras todo Valledupar dormía, él acompañado del sonido de su canto, desgajaba un árbol de mango para poder llevar este agradable aperitivo a la mano de los niños de este prestigioso colegio.


Con la alegría que lo caracteriza, silva canciones vallenatas mientras sirve el mango a los niños. Él conoce el toque de pimienta y limón que debe llevar, dependiendo el cliente. Mientras los niños de la sagrada marchan a sus clases, él toma su bicicleta y su caja de mango a toda prisa para llegar al colegio vecino.


A las 6:00 de la tarde llega a su casa y se recuesta en una mecedora de mimbre. Su casa es una herencia materna repartida a tres hermanos; la casa de él está en la cola del patio, con un patio al frente de la única habitación que tiene. Su mujer le lleva a la silla la comida, el plato está cargado de frijol rojo, arroz, tajadas amarillas y un pedazo de carne guisada; él con la boca medio llena le dice a la mujer: “Vale, pásame el toque de agua panela” y ella muy atenta trae una jarra de un litro, con hielo picado y agua panela con limón.


Terminando de comer, revisa sus bolsillos y entre billetes y monedas cuenta 45 mil pesos. Él ignora que este dinero lo ganaron abogados cobrando deudas de gente como él, sacando bandidos de la cárcel o de pronto manos de médicos que salvan vidas, o quizás oficinistas de bancos; lo único que él sabe, es que ahora le pertenecen, pues lo ganó con su trabajo. Martha, su esposa desde la otra silla murmura: “Se vendió todo”, y el gesticula con la cabeza afirmando el comentario, pero luego de un trago de agua panela dice “Eran 28 bolsas a $2.000, debieron ser 56, pero tú sabes cómo son los pelaos que nunca pagan completo”; ella sonríe y recibe el dinero, de inmediato saca cuatro alcancías grandes; en una deposita $3.000, en otra $1.000, en otra $1.500 y en la otra $5.000. Yo observo la maniobra y la veo guardar el resto de plata en el bolsillo de la falda, él al observar mi mirada interrogativa me balbucea: “tres de esas alcancías se abren mensualmente, una para la luz, otra el agua y gas y una para la parabólica”; entonces yo pregunto: “¿Y la otra?”, él responde: “La otra es para la ropa de diciembre y para los meses que no hay clases en los colegios, o sea los meses de vacas flacas”. Yo inmediatamente hago la operación matemática en la calculadora del teléfono, multiplico 5 mil por 280 días académicos y me arroja un resultado de $1.400.000 pesos, pero él, que se da cuenta, me aclara inmediatamente: “No todos los días son 5mil, hay días que no se ahorra nada y hay días que se ahorra más, por eso en los días cesantes en ocasiones toca trabajar en la construcción o los oficios que salgan”.


Pasada media hora llega la hija, una mujer de 17 años, que estudia psicología en la Universidad Popular del Cesar; ella lo besa en la frente y sigue de largo para el cuarto donde seguramente cenará viendo televisión con la mamá. Al rato un grito desde adentro, era su hija: “Papá, mañana debo llevar 10 mil pesos para un trabajo”; él sin preocuparse le dice: “tu mamá te los da, hija”. En ese instante admiro más a este hombre, pues su hija ignora los trasnochos, los riesgos y hasta los insultos que su padre se ha ganado para poder traer el dinero a su casa; sin embargo, en él se observa la sonrisa de un hombre que ha cumplido su deber.


Yo me despido de Henrry en el portón de la entrada, le deseo suerte en la madrugada para que encuentre mangos y los venda y él, alejándose, me dice: “Si los venezolanos dejan algo”. Inmediatamente yo retrato el panorama, los hermanos del vecino país compitiendo en el comercio informal, pero antes de perderse en el patio de su casa, él me grita entre risas: “siempre gano yo, pues como decía Edgar Perea: Dios es colombiano”.


El día siguiente a las 7:45 de la mañana llego a mi oficina en el cuarto piso de la Gobernación del Cesar, enciendo el aire acondicionado y me siento a leer los periódicos en internet. A la media hora llegan dos tutelas, un sinnúmero de derechos de petición y la oficina entra en movimiento; no aparecen los documentos de pruebas, soportes jurídicos, insumos para responder los requerimientos; entonces me desespero, trato de amargarme, pero inmediatamente recuerdo a Henry, el vendedor de mangos, sé que debe estar a esa hora pelando los mangos que salió a buscar a las 4:00 de la mañana y que no sabe si venderá en el día, y comparo mi situación frente a este computador, revisando el contenido jurídico de ciertos documentos; yo de mal genio y rumiando amarguras y quizás él cantando cualquier canción de ‘El Cacique’, mientras pela sus mangos. Me animo al imaginarlo, ver que é con ese trabajo tan informal paga los gastos de su casa, la universidad de su hija y vive dignamente, pero lo más importante siempre tiene una sonrisa y una aptitud de agradecimiento frente a la vida; entonces yo sonrió y doy gracias a Dios por mi trabajo, por la suerte de haber estudiado y por la vida que me regaló de amigo al vendedor de mangos, para que sea testimonio de lucha, alegría y constancia.

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