Se oyen mil guitarras...
- Mary Mosquera @MaryMosquera1
- 17 jul 2019
- 7 Min. de lectura

La lejanía será siempre triste si al otro extremo está lo amado, autentico e identitario, lo que convoca el sentir y proyecta en la distancia imágenes del patrimonio emocional, enfatizando el pesar y las ansias sentarse a tardear con los amigos, de ahuyentar esa ausencia tan fría y a ese “lucero que vaga errante sin decir nada”.
Circunstancias en las que el alma se desespera por que no encuentra la paz que quiere y es necesario obligarla a ser fuerte, aunque para ello sea inevitable acudir al llanto como remedio purificador que drena las nostalgias. El proceso es más tenaz si se tiene el corazón blandito, si se vino al mundo con una carga extra de sensibilidad de esas que lo exacerban todo. A José Alfonso ‘Chiche’ Maestre Molina, por ejemplo, todo le sabia a dolor y sólo atinaba a cantar su queja: “Yo me siento solo, ayayay, ayayay, no hay quien me consuele”.
Se había ido a Bogotá buscando futuro, pero no sabía que antes de llegar a ese destino debía atravesar el espinoso trayecto del presente, en el que había demasiados obstáculos para un provinciano como él, que sólo tenía en su bitácora de viajes una estadía en Valledupar, terminando el Bachillerato en el Colegio Nacional Loperena, y otra en Barranquilla, de donde se regresó en el último año de universidad al concluir que la Licenciatura en lenguas modernas que estudiaba no era lo suyo porque “yo no tengo la vocación de profesor”.
El resto de su historia se había escrito en Patillal, un edén de poesía que pervive en las faldas de la Sierra Nevada, abrevándose de los favores hídricos y bucólicos del complejo montañoso; un pueblo cuyo suelo recibió el dulce alimento de las patillas silvestres que antes de la presencia humana ahí cumplían su ciclo natural y nutritivo para el ecosistema; una morada de pájaros y hombres que traducen en su cantar esa poesía milenaria que viaja en la brisa y en las aguas. Ahí nació él en una casa de esquina y creció despreocupado del mundo, jugando descalzo con sus amigos del barrio, estudiando en el colegio casero de su prima Joselina Arias, bañándose en los “chorros mansos de La Malena”, subiendo al cerrito de las cabras donde tenía la sensación de poder tocar las nubes, viendo desde allá arriba el Día de San Pedro que en junio congrega al pueblo.
“¡Ay... eso fue lo más sabroso! Lo recuerdo y me da nostalgia. Quisiera volver a esa época porque fue un tiempo de absoluta tranquilidad, de paz espiritual”, dice Chiche Maestre, transido de añoranzas. “Es que tengo aquí (se toca la cabeza y el corazón) la película de mi niñez, esos juegos infantiles, mi gente, una época muy bonita, enriquecida espriritualmente; porque ya uno va creciendo, conociendo y surgen muchas cosas, va conociendo lo que es el trabajo, las preocupaciones; entonces se va acabando un poco esa tranquilidad espiritual; ya uno se sumerge en un mundo de preocupaciones, de ocupaciones mentales, porque ya a uno le toca a automantenerse”, añade.
Y eso, “automantenerse”, fue lo que le tocó hacer en Bogotá, después que, al cabo de cuatro semestres de Comunicación Social en la Universidad de la Sabana, a sus padres los asaltaron dificultades que les impidieron seguir apoyándolo económicamente y él se vio enfrentado a dos opciones: devolverse al pueblo con los sueños truncados o quedarse para ponerle el pecho al mundo y construirse ese camino al futuro que había ido a buscar.
“En ese tiempo las llamadas de mamá eran una vez al mes, por Telecom. Yo extrañaba todo, pero también ya estaba metido de lleno en Bogotá, ocupado y preocupado de mi vivir porque ya nadie me mandaba un peso; ya estaba preparado psicológicamente para enfrentar lo que fuera; no quería volver derrotado al pueblo. Cuando me vi ya tan desamparado, dije: estoy pasando mucha hambre, me salí de la universidad y me dediqué al rebusque en las tabernitas con mi acordeón”.
Si, acordeón, porque antes de consolidar su arte poético, Chiche Maestre fue guacharaquero de la agrupación que tenía con sus hermanos Gustavo (acordeón) y Raúl (caja), con la que fueron reyes en la categoría de Acordeón Infantil del Festival de la Leyenda Vallenata de 1974; cuatro años después, fue él -Chiche- quien repitió la hazaña, pero tocando él el acordeón, siendo rey vallenato con tan solo 12 años; había sido corista y percusionista del conjunto de cuerdas de la universidad y tocaba guitarra.
Por eso cuando el destino hizo trizas los cimientos de su estabilidad en la capital, acudió al instrumento que ya le había dado triunfos, pues ni cantar ni componer no eran opciones en ese momento. “Yo componía mis cosas por recocha en el pueblo y se burlaban mis amigos y mis hermanos. Yo me reía de mis canciones porque no tenia con quien compararlas; eran solo las canciones de un man que le gustaba componer, pero nunca pensé que ese fuera el camino que Dios me fuera a escoger, del que tanto nos reíamos aquí en Patillal, porque en las parrandas siempre cantaba esas dos o tres canciones. Ni en mis sueños mas remotos, ni en mis ilusiones, ni visualizaciones, ni por ahí; pero una cosa es lo que uno piensa y otra la que Dios tiene dispuesta para uno”.

Fueron muchas noches frías de rebusque, algunas con resultados, otras estériles, pero la decisión estaba tomada y él no regresaría a Patillal hasta no haberse estabilizado. Y entonces apareció, como mandado del cielo, Jairo Serrano, cantante, erudito en los coros, y lo contrató como acordeonero de su agrupación; “Ahí empezó la cosa a mejorarse porque no me ganaba dos mil pesos sino 35 mil”. De ese modo trascendió en el universo del vallenato que Chiche, “el hermano de Tavo”, tocaba bien el acordeón. Más tarde vino el llamado de varios cantantes, entre ellos el de Marcos Díaz con quien integró la agrupación Los Pechichones y grabaron dos producciones.
Le iba muy bien como acordeonero, pero el libreto de su vida decía que su papel estelar era la poesía melancólica hecha versos, con la que podría hacer catarsis de todas sus tristezas y desterrar para siempre los espantos de la escasez que tanto miedo le metieron. El acordeón lo ayudó a regresar a Patillal con la frente en alto y el corazón satisfecho porque lo estaba logrando.
Finalizaba la década de los ochenta cuando los artistas Alfredo Meneses y César Duran visitaron Patillal, en busca de canciones de los grandes compositores para un disco que grabarían; le correspondía a Chiche fungir como acordeonero en la jornada de muestras de las obras, ejercicio al cabo del cual un amigo le sugirió que cantara una canción propia. Un año después, escuchó en una emisora de Bogotá la lista de canciones grabadas por aquellos jóvenes y estaba la suya (‘Lloré una vez’) aunque nunca logró tener en sus manos la producción discográfica.
Si bien fue esa la primera obra que le grabaron, su verdadero debut se cuenta con Iván Villazón y una canción que le entregó como una chanza, porque le confesó: “Yo tengo una canción, pero no de ese nivel que ustedes graban”. Poco después se vio a Iván Villazón en una tarima anunciando que pronto presentaría su nuevo disco y que incluiría una canción que decía: “Se oyen mil guitarras y alguien que canta allá en mi pueblo; hoy es día de fiesta y mis paisanos están alegres, y aquí está mi alma que no ha encontrado la paz que quiere”. Era oficial, su canción había sido incluida: “Yo no lo creía. Yo decía: con tanto compositor bueno que hay”. Pero la realidad lo convenció, ya que esa, ‘Que siga la fiesta’, fue la canción más con mayos aceptación de esa producción.
La siguiente vez que Chiche dio brincos de sorpresa y emoción fue cuando Diomedes Díaz le grabó ‘No era el nido’, en medio de un episodio de escepticismo del autor y de completa alegría del cantor: "Todo providencial: yo estaba tocando el acordeon con él en un toque que le había salido; ya cuando terminamos me invito a la casa en Bogotá y entre temple y temple, le dije: ey Diomedes, la canción que me vas a grabar tú es esta; y le canté ‘No era el nido’. Él se quedó así agarrándose la cara con las manos y me decía; cántamela otra vez, me la hizo cantar un poco de veces”. Luego se abrazaron y se despidieron. Cuando se volvieron a ver fue en los estudios, donde efectivamente su canción estaba en la lista. “Yo quedé en shock, pensando: ¡me grabó Diomedes!”. Fueron once canciones en total las de Chiche Maestre incluidas en los álbumes de ‘El Cacique de La Junta’, y han sido más de 400 grabadas por las más destacadas agrupaciones del cantar vallenato, incluido él mismo.
Fue entonces cuando Chiche Maestre supo que había llegado a ese ‘futuro’ tras el cual salió del pueblo años atrás; pueblo que es transversal a toda su obra poética, porque es su lugar en el mundo, donde siente que pertenece, porque se siente forastero en todas partes, menos aquí. “Patillal es como un universo pequeñito que tengo yo aquí, donde están todas las recordaciones, el marco de nostalgias, de las vivencias bonitas, de lo que quisiera volver a vivir. Yo siempre estoy pensando en Patillal”.
¿Porque sucede esto?, ¿Qué es lo que tiene Patillal que imanta a quien lo experimenta? es una pregunta que sólo ha sido resuelta desde la poesía. Para Emilia Daza, compositora prolífica, “Patillal es un pueblo mágico. No sé qué tiene. Imagínese que tengo años de estar componiendo una canción y sólo he hecho una estrofa; no hallo más qué decir”; el poeta José Hernández Maestre, hijo de este edén, que no tuvo más remedio que describirlo como “una melodía, que al oírla nos provoca cantar”. Y es este el lugar donde mora la musa de Chiche Maestre, pues son las aves, las estrellas y la luna de aquí las que le responden y le aportan detalles a su poesía.
Es tan fuerte la magia poética de este lugar, que la Fundación Festival de la Leyenda Vallenata terminó por destinarlo como escenario de encuentro de los compositores que este año participaron en el concurso de canción inédita, y fue una experiencia distinta, o “el derecho de las cosas”, como se le escuchó a alguien decir, al ver tanta creación literaria en la tierra de Don Toba, Escalona, Octavio Daza, Freddy Molina y un río de poetas que como las patillas milenarias dejaron aquí su néctar alimentando la inspiración de las generaciones.
“Ya di la vuelta al mundo y quiero volver a mi pueblo; quiero recuperar la tranquilidad, volver a tener aquí el espíritu de ese niño que fui; estar aquí con la brisa, la quietud, los animales, las estrellas, la luna... Esa es una necesidad espiritual”; José Alfonso ‘Chiche’ Maestre.
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