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  • Abel Medina Sierra

En defensa de la champeta y los champetúos


Una muy encendida polémica se avivó a partir de unas declaraciones del compositor y abogado Tomás Darío Gutiérrez, en las que llama “porquería” a la música popular champeta y un video en el que lanza descalificaciones como las siguientes: “La champeta viene de la mano con la inmoralidad” (…) “eso es sexo en el aire” (…) “con eso estamos pisoteando los principios morales de nuestro país, de nuestra nacionalidad” (…) “La champeta merece mi absoluto reproche”. Que tan despectivos comentarios vengan de cualquier melómano, es común porque todos tenemos músicas preferidas, unas que nos son indiferentes y otras odiadas. Pero se trata nada menos que del Director de Cultura de Valledupar, además de uno de los más reconocidos investigadores culturales, historiador y docente universitario del Caribe colombiano. Las reacciones no se hicieron esperar y desde la misma Valledupar y Cartagena se escucharon contra-reproches. El cantante de champeta Charles King comentó: “me he quedado atónito por las declaraciones del director de Cultura de Valledupar, se puede notar claramente que no tiene conocimiento de la pluralidad que hay en el Caribe colombiano en sus diversas manifestaciones”. En particular no me extraña la diatriba de Tomás Darío, con quien me une una amistad, pues he escuchado tales valoraciones de la champeta varias veces.


Luego de las reacciones, el funcionario se defendió diciendo que sus comentarios aluden al baile y no a la música champeta. Voy a referirme en dos partes a sendos aspectos de su diatriba. Inicialmente, a la parte del baile y luego al tema de la identidad y la representatividad. No sin antes agradecer una lección que hace varios años me dio, el también amigo y compositor, Rosendo Romero. Cuando se divulgó a canción “Vivo en el limbo”, en una charla telefónica le llegué a decir a Rosendo “Compadre, ¿escuchaste la porquería que grabó el hijo de Miguel Morales?”. El regaño del genial compositor nunca se me olvida: “Compadrito, usted es un investigador cultural y no le queda bien decir eso, mejor espere a ver qué pasa con esas innovaciones, si hay una nueva propuesta es por algo, usted solo escuche y analice”. Desde ese momento asumí que el investigador peca cuando hace valoraciones y descalificaciones, no es su rol. Aportamos más si nos dedicamos a describir, explicar e interpretar, es decir, para dar sentido a los procesos y productos culturales y no tomar partido si son buenos o malos. Tomás Darío está incurriendo en ese error en el que yo incurrí. Hoy en día, aprecio y valoro la obra y el talento de Kaleth Morales.


Los champetuos que cuestiona no solo Gutiérrez, por su manera de bailar y sus actuaciones a veces transgresoras, son una cultura juvenil como se les llama desde los estudios culturales y se pueden mirar desde dos puntos de vista. Uno es el epidemiológico o ghettizante de la Escuela de Chicago que imperó desde los años 30´s hasta los 60´s y como actualmente lo hace el director de cultura de Valledupar, es decir, valora prácticas como la champeta y su baile como una degradación cultural, inmoral y transgresora de los valores nacionales. El otro punto de vista, es el de la dimensión estética o creativa que lideran investigadores de las culturas juveniles como el español Carles Feixas y la mexicana Rossana Reguillo, la cual supera la visión sesgada y estigmatizada de la juventud (estudios delictivos o como subcultura) de la escuela de Chicago, para centrase en los recursos y productos culturales construidos por los jóvenes. Es decir, no los ve como un mal sino como personas que también son creativas desde sus productos culturales.

Los champetúos son contra- hegemónicos y una de las hegemonías contra las que se rebelan es con la forma de bailar de los adultos. Son microsociedades, ante todo juveniles, con grados significativos de autonomía respecto de las “instituciones adultas”. Sus estilos para la vestir, para hacer música o para bailar se re-elaboran y se re-inventan, no es homogéneo ni estático y apelan a lo que se llama “bricolaje”: tomar elementos de varias fuentes para construir su propia identidad.

Sobre el baile “inmoral” del que habla Gutiérrez, hay que decir que las músicas y los músicos no tienen la culpa que algunos bailen las canciones de manera que simulan el acto sexual. He visto muchas parejas que bailan la champeta sin que eso genere rechazo por la fuerte carga erótica. Se trata de un tema generacional y una moda. También he visto excediéndose en bailes de otros géneros como el mismo vallenato. No es que la champeta se baile así, sino que la cultura del crossover, del bricolaje, de los gourmets multiculturales ya pasó de la música al baile. Así como se hacen fusiones sonoras, los jóvenes están combinando diferentes formas y estilos de bailar de varios géneros.


Por una parte, se ha venido imponiendo estilos de baile como el doggy style (el perreo), que tuvo su origen a finales de la década de 1990 en Puerto Rico. Se trata de un estilo en el que la actitud de los danzantes es de bailar como si estuvieran tratando de seducir a la pareja en medio de la pista de baile con movimientos lascivos y sensuales. Combinan también el showdance y otras formas de underground afrodescendiente latino, dentro de los que cabe el dembow, una forma de bailar que surgió de un género musical de fusión así llamado en los barrios más marginales de Santo Domingo, República Dominicana. Nació en los años 90´s y tuvo como sustratos el ragga de Panamá con intérpretes como Nando Boom y El General, tomó el beat reguetonero y algo de electro hip hop. A su vez, el dembow dominicano guarda relación con otra música y baile muy erótico y sugestivo como es el jamaiquino dancehall (beats de reggae sobre instrumentales de rap), los productores dominicanos subieron las perillas de sus equipos y las llevaron hasta niveles de contoneo epiléptico.

Los chicos en su “coctel” de pases, agregan ejercicios del twerking, estilo que centra el baile en el movimiento rápido de las nalgas que pueden considerarse sexualmente provocativo. Su origen está en el movimiento de danzas de África occidental y se cree que llegó a EE.UU. por los salones de danza jamaiquinos. Se bailaba más que todo en la comunidad afroamericana, pero la actuación de la ex estrella de Disney Miley Cyrus en los premios de música de MTV Video en 2013 la trajo a primer plano.


Naturalmente que a Tomás Darío como a muchos padres adultos, le puede parecer “obsceno” e “inmoral” estos nuevos estilos de baile que entrañan una diferente y profunda concepción cultural del cuerpo de la que hoy cobra vigencia y moda. La señora escandalizada y el padre ruborizado por los movimientos voluptuosos de sus hijos, tienen referentes de lo que los expertos llaman el cuerpo-baile, muy tradicionales y basados en la moral cortesana y caballeresca que los europeos nos legaron. Según M. Batjin, por un lado está el cuerpo serio e individual en el baile y por el otro, el cuerpo obsceno y colectivo, se asocia con la dicotomía entre “cuerpo clásico” y “cuerpo grotesco” en las fiesta aristocráticas y las populares. El cuerpo de estos espontáneos bailadores de champeta al estilo dembow, choque y perreo, son catalogados así como obscenos o grotescos pues explotan el movimiento del cuerpo y las caderas. Bailan para chocarse o unirse con otro cuerpo. Representan lo que se abre al mundo externo: boca abierta, simulan abrir sus órganos genitales. El cuerpo no puede ser contenido, que se desata liberando energía para desarrollar batallas de piruetas de proporciones pirotécnicas, tan agresivas y sexuales como las propias canciones.


En cambio, el cuerpo clásico de los adultos es caracterizado por esta teoría como limitado, cerrado, previsible, no contaminado, individual. Es la forma como se baila el tango, el vals, incluso el fandango y la cumbia en los que el parejo no osa tocar el cuerpo de la pareja, solo la galantea, la seduce con sus gestos de vasallo rendido.


Bailes de sustrato afro como el breakdance, el reggaetón, el zouk africano, la lambada, el acrobático daggering jamaiquino, la champeta y el recién adoptado dembow suscitan relaciones entre música, placer, sexo que genera posiciones diferentes según el rasero moral que se mida. Como antes ocurrió con otras expresiones musicales de origen negroide, los círculos adultos y de clase media y alta; los de piadosa moral sexual, poco aceptan este tipo de baile asociado con la desmesura, el movimiento corporal excesivo, lo vulgar, la licencia sexual y los cuerpos sacudidos por espasmos de emoción. El cuerpo negro, el sudor, el ímpetu frenético evoca culturalmente toda una construcción social, toda una imaginería tejida por la historia; el negro ha sido asociado con la virilidad, la fuerza, lo salvaje y lujurioso. Su cuerpo es un templo para la danza; esta carga de rebelión, desmesura y exhibicionismo del cuerpo de estos bailes atrae a los jóvenes mientras genera rechazo entre los adultos. Es en este carácter prohibitivo, en esta incitadora connotación, que reside la atracción de este baile tan sugestivo como erótico.



Tomás Darío, como historiador que bien conoce la presencia de la africanía en nuestro sustrato cultural, debiera hacer una lectura menos estigmatizante de estos estilos de baile, que como hemos podido notar, todos son de origen negroide. Es que si cualquiera de nosotros se le diera por apreciar los bailes africanos, aún los más tribales, tienen una fuerte carga erótica. El kizomba, un género que se hizo popular en Angola en los años 70, es considerado uno de los bailes más eróticos y sensuales del mundo. La champeta es una fusión de géneros locales, caribeños y del zoukous del Congo, una mirada a la forma de bailar este género nos revela que el movimiento exagerado de las caderas y el trasero son la esencia de este baile, de allí que no es de extrañar que su variante (la champeta), también conserve esa carga que escandaliza no solo a Tomás Darío. Aún aquí en Colombia, notamos en el mapalé, una fuerte carga erótica y de mímesis del acto sexual. Algo muy distinto sucede con las danzas de origen indígena que suelen ser muy neutras en este aspecto y con las cuales Gutiérrez trata de comparar la champeta.

Cerrando esta primera parte, danza y erotismo son potencialidades del cuerpo y los afrodescendientes sí que lo expresan. Ambos son promesas de realización del cuerpo. Los movimientos de las danzas de la diáspora africana, incluyen la totalidad del cuerpo pero columna, pelvis, piernas y pies son de vital importancia. La moral europea que llegó a escandalizarse hasta con el vals por ser la primera música en el que el cuerpo de los danzantes se rozaba, no llegó a los africanos por lo que sus danzas han sido más liberadas de ese corset de la moralidad; más desinhibidas, sensuales, eróticas y hasta acrobáticas. Eso es lo que tiene la champeta y que aunque a algunos no nos guste hay que entender.


Vamos al segundo aspecto. Retomando los fuertes cuestionamientos del director de cultura de Valledupar, el compositor e historiador Tomás Darío Gutiérrez, no es cierto que su “absoluto reproche” va solo contra el baile de la champeta ´pues en un video se aprecia bien claro cuando expresa que la champeta: “No tiene raíces, no identifica a nadie, es una música comercial”. Voy desde el último calificativo hacia los dos primeros. Para hacerlo, voy a tomar ciertos apartes de mi libro inédito “Música popular y culturas juveniles: champetúos, cholombianos y nueva ola vallenata”.


Claro que la champeta es una música comercial, ya que se enmarca en las llamadas músicas populares que tienen como principal características que son masivas y se trasmiten más a través de los medios que cara a cara. Pero eso no es pecado, igual son músicas populares y, por lo tanto comerciales, la vallenata de la que Gutiérrez es un gran cultor y defensor, la salsa, el merengue dominicano, el bolero y eso no les resta valor estético ni cultural como se le pretende negar a la champeta. La champeta nunca fue impuesta por las grandes disqueras ni el comercio hegemónico sino por los picós. Los champeteros tuvieron que crear sus propios estudios de grabación artesanales para grabar su música porque los grandes sellos veían con desconfianza esta música asociada, desde la revaluada mirada guetthizante, con la extravagancia, la antiestética, el escándalo y la estridencia, la informalidad y el erotismo explícito de su baile.


Sobre las raíces, lo que más me extraña es que de las personas que más he aprendido de la presencia negra en el antiguo Magdalena Grande es de Tomás Darío Gutiérrez, en especial en su libro “Cultura vallenata: origen, teoría y prueba”. Por lo tanto, asombra que desconozca, que manifestaciones musicales como la champeta están enmarcadas en las complejas relaciones entre los orígenes africanos y la dispersión irreversible como consecuencia de la diáspora africana, es un metarelato que se construyó entre lo residual, lo que recogió en la diáspora y lo que condicionó en donde se localizaron. En este caso, africanía se refiere a la reconstrucción de la memoria que tuvo lugar en América a partir de recuerdos, sobrevivencias o huellas de africanidad.


Fueron músicos palenqueros como Abelardo Carbonó, Justo Valdés, Viviano y Lowis Torres, Charles King, Hernán y Hernando Hernández quienes comenzaron a interpretar esos ritmos africanos como el zoukous, bgamga, soweto, juju; cambiando las intraducibles letras. Luego se le midieron al ejercicio de la cooptación fusionándolas con expresiones tradicionales como el bullerengue, chandé, chalupa y otros bailes cantados. Ya en Cartagena, los picoteros se encargarían de imprimirle la influencia de las músicas del Caribe y los aditamentos tecnológicos que hoy son característicos de este coctel musical. En 1974 se conforma allí el grupo Son palenque: con Viviano y Justo Valdés como líderes, ellos proponen una mezcla de chalupa al que agregan ingredientes de bullerengue, fandango de lengua y juju africano. Luego Viviano con Anne Swing combina zambapalo, mapalé, chalupa, bullerengue con una base rítmica de soukous del Congo africano.


En lo que se refiere a la etnicidad, el estilo champetúo emergió en las comunidades afrodescendientes de Cartagena tanto en la zona urbana como en sus corregimientos como Palenque. Pero el fenómeno se expandió a la población criolla de los centros urbanos y ciudades intermedias del Caribe colombiano. En el imaginario sigue imperando la etiqueta social, según la cual, la champeta es “música de negros” pero la realidad revela que también tiene muchos adeptos en la población criolla.

Con la champeta hubo un proceso de “criollización” de la música africana que ya sonaba en los picós, tuvo su fontana mayor en el enclave afro y antiguo bastión de cimarronaje como es Palenque. Nada más ligado a la africanía que la champeta: tomó influencias sonoras africanas, las mezcló con sonoridades negroides colombianas y otras del Caribe para aclimatarlas a un entorno afro como es Cartagena y su zona rural. Así que tiene un origen muy claro y no como pretende negarlo Tomás Darío.


Ahora vayamos a su tesis que la champeta “no nos representa”. Allí faltó que el funcionario dijera a quién no representa. No puede hablar a nombre de los colombianos, tampoco de los habitantes del Caribe pues muchos de los cuales han hecho de este género, parte de su identidad musical. Sería excluir las músicas negras de la colombianidad. No sé si habla a nombre de los valduparenses. Aquí me detengo a explicar una historia de exclusión.

En los años 90´s que se dio a conocer la llamada “terapia criolla” como se le llamó inicialmente a la champeta, personalidades muy influyentes de Valledupar y de las industrias culturales de la música vallenata como Consuelo Araujo, decidieron crear un escudo para que no penetrara a esa ciudad. Ella y otros “gurúes” del vallenato, sustentados en tesis como las que pregona Tomás Darío, vieron en la champeta “un riesgo” para la difusión de la música vallenata e instaron a las emisoras a no difundir esta música. La orden se cumplió a cabalidad. Aún en la primera década de este siglo ninguna emisora de Valledupar osaba incluir una champeta en su parrilla musical.


Sin embargo, nada más obstinado que las culturas populares que empujan desde abajo hasta penetrar en los nichos hegemónicos. Así lo hizo el vallenato antes, al que se le negaba por decreto el acceso al Club Valledupar, incluso, el paso de acordeoneros por la plaza hoy llamada Alfonso López. En barrios, muy cercanos al centro de Valledupar, como El Carmen, de gente muy pobre y marginal, la champeta halló un nido residual. Allí en los picós se quedó la champeta como resistiendo la censura. Hoy, que la champeta ya entró hasta a los clubes sociales, existen en Valledupar otros focos donde la champeta tiene alta relevancia social y compite con el vallenato y el reggaetón en las emisoras.


Por eso, cuando Tomás Darío Gutiérrez dice “no nos representa” de pronto estará hablando a nombre de su generación, de su barrio que queda en el norte de Valledupar. Pero si pregunta en El Carmen, La Nevada y otros barrios más pobres, seguro encontrará miles de personas que se sienten interpelados por esta música, familias en las que abuelo, hijo y nieto han crecido bajo la influencia sonora de la cultura del picó y la champeta. Lo que la falta para ser tradición es solo que siga pasando de generación a generación.


Con las teorías más recientes de los llamados Estudios Culturales se ha ampliado el debate sobre la identidad en el marco del cual surgen dos tendencias: una, tradicional, que es la que subyace en las opiniones de Tomás Darío Gutiérrez, la que sostiene que ésta es una esencia (algo que recibimos y que nunca cambia); y otra, que defiende que la identidad es socialmente construida (la vamos construyendo todo el tiempo). La mayoría de las teorías venidas desde los Estudios Culturales se suman a la perspectiva construccionista. De las teorías más importantes está la re-conceptualización de la identidad colectiva, la que descarta su carácter de esencial. “La identidad se hace, cambia, se construye y deconstruye permanentemente; ésta es una constatación con fuertes efectos en el pensamiento de lo cultural y de lo político, a la cual alude la noción de “invención de la tradición” (Follari, 2003.).


Nunca como en el actual momento se había discutido más sobre temas como la “autenticidad”, “pérdida de identidad”, “degradación cultural” entre otros conceptos que engloban un solo problema: la crisis contemporánea por el paso de una identidades fijas a unas precarias y en permanente construcción, de una identidades que se definían por el territorio y la lengua a otras que son des-territorializadas y pluriculturales. No es raro que una música que deviene de una africana llegue a un lugar, sea apropiada, aclimatada y ahora haga parte de la identidad de esa comunidad. Sucede con la champeta en el Caribe colombiano y con el vallenato y la cumbia en la parte región-montana de México.


Charles King, uno de los pioneros de la champeta

Para hacer una lectura más fina de posturas como las de Tomás Darío Gutiérrez, entran en lo que se denomina el filo-indigenismo y esa ha sido su posición frente a la música vallenata pues ha sostenido la tesis que es música indígena chimila. Yo en realidad, nunca he encontrado una sola prueba que me convenza que el vallenato es música indígena. Más bien he encontrado que musicólogos como Egberto Bermúdez, Adriana Corzo y Héctor González coinciden que no han hallado un solo vestigio de indianidad en esta música que es criolla, pero sí han encontrado sustratos negroides.

El filo-indigenismo, es una corriente del romanticismo decimonónico en la que se identifica lo indígena con lo propio y esto a su vez con lo primitivo. En este movimiento lo indígena es convertido en lo irreconciliable con la modernidad, en lo privado de existencia positiva hoy, para que algo tenga valor “folclórico” debe originarse en lo indígena. Por lo tanto, es entendible que toda música “moderna” como la champeta o de sustrato no indígena, sea descalificada de todo valor estético y cultural. Solo de un filo-indigenista se puede esperar juicios como decir que la champeta no tiene raíces ni nos identifica porque carece del sustrato indígena que para esta corriente es la única portadora de autenticidad, tradición e identidad.


Quienes defienden el filo-indigenismo también comparten las teorías esencialistas de la identidad y valoran lo folclórico como una “esencia” inalterable que hay que conservar en un museo por lo “tradicional, auténtico y puro”. De allí que siempre miran con sospecha y menosprecio manifestaciones que como la champeta, son urbanas, masivas, posmodernas y asociadas a culturas juveniles.


En suma, uno entiende que la champeta, el reggetón y otros géneros postmodernos, riñan con el gusto musical de otras generaciones. Que hay músicas que a uno le generen rechazo- yo confieso que lo tengo por la llamada música popular de despecho y la nueva bachata de Romeo Santos y Aventura- pero de allí a desconocer todo valor cultural, estético e identitario es entrar en un terreno de conflicto que da para reacciones como las que se han dado contra Tomás Darío, del que solo espero que no tome mal mis apuntes. No podemos arrogarnos el derecho a decir que estas músicas no nos representan porque hay nuevas generaciones que han construido su identidad con ladrillos que no son monolíticos sino una mezcla variopinta de influencias y con el impulso de diferenciarse de los adultos. La champeta, así algunos la bailen de manera obscena, tiene sus nichos en la que tiene claro origen, identidad, representatividad y alto valor cultural.

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